DON PERICO
Por César Boyd Brenis
Me ofreció regresar de visita a Chiclayo para concederme una entrevista filmada. Don Pedro Rázuri vivía en Guadalupe, en una casa tan extensa como su familia. Llevaba en su esencia dos dimensiones honorables: la persecución política y la guerra del 41.
Luego de su inclusión al mundo de los espíritus eternos, todos los que lo conocimos hemos dejado rodar entre sollozos mucho más que unas lágrimas, pues eran también las muestras imborrables de un afecto merecido.
El día que me ofreció la entrevista fue una fecha especial para él, pues su eterna compañera cumplía años, doña Aída Villarreal. Toda su familia coincidió en mi casa, y en el jolgorio musical de los aplausos, bailó el último bolero de su vida, con los pasos exactos y definidos como cuando regresaba de algún campo de batalla en defensa del Perú o como cuando pintaba las paredes en rechazo de alguna dictadura detestable.
Don Pedro Rázuri tuvo como sobrenombre “Perico”, por ello que referirme a él como “Don Perico” me suena más fraternal y rítmico, pues así lo conocieron sus coetáneos y sus conciudadanos de toda su vida, que lo vieron bailar con más energía y vivacidad que tal día en mi casa; y también así lo recordarán todas las generaciones venideras, que ya no tendrán el gusto de ver su paso seguro en un bolero mejicano.
Cuando su familia había partido a Guadalupe, subimos a la biblioteca de mi casa para ensayar la futura entrevista. Pero ahí surgieron, inesperadas, las palabras de su voz apasionada que me hubiese gustado grabar. Me habló de la tensión vivida por su tropa, cuando a media hora de Quito, sólo esperaban una orden de sus superiores para tomar el foco, pero esta nunca llegó. Me habló de las terribles dictaduras que azotaban sus tiempos juveniles, cuando sus manos pintaban las comisarías en señal de libertad y el APRA de esos tiempos ofrecía el rigor de la justicia, que al parecer de Don Perico, terminó con la muerte de Haya de la Torre, uno de sus más grandes ídolos. Me contó de su Club, “El Tigres de Guadalupe”, donde ya en su ancianidad le negaban el paso, pero el día de su muerte le dieron el homenaje tardío que se suele rendir a los grandes hombres. Y así, la entrevista se iba dando como una aventura de su vida, como una ensoñación y una nostalgia. Lloramos juntos cuando Don Perico recordó a su padre muerto. Después, reímos mucho. Me arremetió con su lucidez y su carácter intacto de sus mejores años. Me aconsejó de la manera como lo hace un soldado de la vida, con esas increpaciones bondadosas del que conoce la existencia. Y en ese momento fui feliz, y creo que él fue feliz, y fuimos mezclando dos generaciones tan distintas y separadas, y logramos aislar al mundo que nunca atiende, pues ahí nos escuchamos con los oídos limpios y los sentidos despiertos. Y le dije con una sinceridad gigantesca: “en esa silla se han sentado tantos personajes y poetas de todas partes, pero hoy día ha sido mi mejor entrevista de todas”. Entonces había terminado con mi homenaje. Nos tomaron entre libros, la última foto de su vida. Él tenía que partir.
Cuando me ofreció la entrevista en la siguiente visita para poder filmarla, yo también le ofrecí una copia de un video de Haya de la Torre. Ambos no cumplimos, pero yo me llevo la peor parte, porque sigo aquí, sintiéndome ingrato y obsesionado por fortalecer su ya gran recuerdo, su gran legado, su increíble figura; y en confiarle metafísicamente un secreto: lloré mucho, mucho por su partida, y no pude llorar más.
Me ofreció regresar de visita a Chiclayo para concederme una entrevista filmada. Don Pedro Rázuri vivía en Guadalupe, en una casa tan extensa como su familia. Llevaba en su esencia dos dimensiones honorables: la persecución política y la guerra del 41.
Luego de su inclusión al mundo de los espíritus eternos, todos los que lo conocimos hemos dejado rodar entre sollozos mucho más que unas lágrimas, pues eran también las muestras imborrables de un afecto merecido.
El día que me ofreció la entrevista fue una fecha especial para él, pues su eterna compañera cumplía años, doña Aída Villarreal. Toda su familia coincidió en mi casa, y en el jolgorio musical de los aplausos, bailó el último bolero de su vida, con los pasos exactos y definidos como cuando regresaba de algún campo de batalla en defensa del Perú o como cuando pintaba las paredes en rechazo de alguna dictadura detestable.
Don Pedro Rázuri tuvo como sobrenombre “Perico”, por ello que referirme a él como “Don Perico” me suena más fraternal y rítmico, pues así lo conocieron sus coetáneos y sus conciudadanos de toda su vida, que lo vieron bailar con más energía y vivacidad que tal día en mi casa; y también así lo recordarán todas las generaciones venideras, que ya no tendrán el gusto de ver su paso seguro en un bolero mejicano.
Cuando su familia había partido a Guadalupe, subimos a la biblioteca de mi casa para ensayar la futura entrevista. Pero ahí surgieron, inesperadas, las palabras de su voz apasionada que me hubiese gustado grabar. Me habló de la tensión vivida por su tropa, cuando a media hora de Quito, sólo esperaban una orden de sus superiores para tomar el foco, pero esta nunca llegó. Me habló de las terribles dictaduras que azotaban sus tiempos juveniles, cuando sus manos pintaban las comisarías en señal de libertad y el APRA de esos tiempos ofrecía el rigor de la justicia, que al parecer de Don Perico, terminó con la muerte de Haya de la Torre, uno de sus más grandes ídolos. Me contó de su Club, “El Tigres de Guadalupe”, donde ya en su ancianidad le negaban el paso, pero el día de su muerte le dieron el homenaje tardío que se suele rendir a los grandes hombres. Y así, la entrevista se iba dando como una aventura de su vida, como una ensoñación y una nostalgia. Lloramos juntos cuando Don Perico recordó a su padre muerto. Después, reímos mucho. Me arremetió con su lucidez y su carácter intacto de sus mejores años. Me aconsejó de la manera como lo hace un soldado de la vida, con esas increpaciones bondadosas del que conoce la existencia. Y en ese momento fui feliz, y creo que él fue feliz, y fuimos mezclando dos generaciones tan distintas y separadas, y logramos aislar al mundo que nunca atiende, pues ahí nos escuchamos con los oídos limpios y los sentidos despiertos. Y le dije con una sinceridad gigantesca: “en esa silla se han sentado tantos personajes y poetas de todas partes, pero hoy día ha sido mi mejor entrevista de todas”. Entonces había terminado con mi homenaje. Nos tomaron entre libros, la última foto de su vida. Él tenía que partir.
Cuando me ofreció la entrevista en la siguiente visita para poder filmarla, yo también le ofrecí una copia de un video de Haya de la Torre. Ambos no cumplimos, pero yo me llevo la peor parte, porque sigo aquí, sintiéndome ingrato y obsesionado por fortalecer su ya gran recuerdo, su gran legado, su increíble figura; y en confiarle metafísicamente un secreto: lloré mucho, mucho por su partida, y no pude llorar más.
¡HASTA PRONTO DON PERICO!
Con eterna admiración, sus amigos de SIGNOS.
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