martes, 19 de abril de 2011

“Acto elucidatorio sobre la gran ciencia y el filósofo” – Por: Ronal Pérez Díaz


Desde los orígenes el filósofo es un hombre libre que contribuye, a través de su quehacer, a liberar a los demás hombres de todo mal y prejuicio en la danza de los tiempos.

La gran ciencia para el gran Confucio; sabiduría, tal vez, cuyo origen es intrínseco a la naturaleza racional. Tan antiguo es su nombre como moderno: Filosofía, desde que Heráclides Póntico –ante la admiración y el desconcierto de Leonte en Fliunte (Grecia)– osó, sin ninguna reserva y con la libertad que atañe al hombre verdadero, llamarse filósofo. Ello, en honor a la verdad de Marco Tulio Cicerón, quien refiere a los hombres entregados a la contemplación y al estudio de la naturaleza para el conocimiento de la vida humana, causas y principios de toda su existencia: “éstos se llaman estudiosos de la sabiduría o, lo que es lo mismo, filósofos.” (Cicerón, Sobre el origen del nombre filósofo).

El filósofo no es un hombre del pasado ni del presente; es, en esencia, del futuro, pues está facultado para contemplar todos los horizontes, todos los crepúsculos de las ciencias. Por ello los “pensadores libres” no son científicos, historiadores, poetas o esoteristas. Son la síntesis de todo. La libertad que les invade es su locura, dado que no están supeditados a tendencias que hayan intentado reducir los valores inherentes a la filosofía, a confusiones, a ofuscantes visiones de admirables videntes. Ellos son águilas jamás atrapadas por jaula alguna. Y en la grandeza de su voluntad tienen la máxima labor y la sociedad debe exigirles “el crear valores… Su investigación del conocimiento es creación, su creación es legislación, su voluntad es verdad, es… voluntad de poderío” (Federico Nietzsche, La singularidad del filósofo).

Los filósofos, en su excelsa tarea, deben renovar las llamadas “verdades”, las normas imperantes en la sociedad y hacerlas ostensibles, viables, consuetudinarias, para que durante cierto tiempo surja una colectividad nueva. Pero, en verdad, es en ella donde radica su peor enemigo y “es constantemente el ideal de hoy día”; es por ello que suelen ser considerados como “locos insoportables y enigmas peligrosos”, teniendo la noble misión de “ser la mala conciencia de su época” (Federico Nietzsche, La singularidad del filósofo).

El filósofo debe salir de la obnubilación de los sentidos; es decir, un morir en sí mismo. Debe elevarse por encima de los demás como paradigma renovado. Que hable no con disimulo, no con arrogancia, sino con humildad y sinceridad. Según Maurice Merleau-Ponty (1908–1961) el filósofo es el hombre que se despierta y habla. A propósito de filósofos (o buceadores del conocimiento) me limito a las interrogantes de Nietzsche: ¿Existe hoy día semejantes filósofos? ¿Hubo semejantes filósofos? ¿No será preciso que haya semejantes filósofos?

La filosofía “aspira primordialmente al conocimiento”, como diría Russell, y es producto de la labor del filósofo. Es ciencia que le permite redimirse y liberarse al ser humano, “no es un señuelo para deslumbrar al pueblo… no consiste en palabras, sino en obra” (Lucio A. Séneca, La filosofía y la vida). Ella no se resigna a la ociosidad, sino al estremecimiento infatigable por el quehacer. Ordena la vida, gobierna los actos. Es decir, es el velero que nos conduce a innumerables destinos.

Aprendemos a gobernar nuestros pensamientos, nuestras acciones, cuando mantenemos la mirada firme en nuestra propia naturaleza. Cuando empezamos a corregir nuestros defectos, no los de otros. Cuando procuramos, con intenciones sinceras, entregarnos al autoconocimiento, a la autocorrección y no a perfeccionar el mundo y adaptarlo a los propios deseos ególatras. En efecto, “el perfeccionamiento de uno mismo es la base de todo progreso y desarrollo moral” (Confucio, La gran ciencia). A tal fin contribuye la filosofía. Pero, en suma, el objetivo principal “consiste en el cultivo de la naturaleza racional que todo hombre recibe del Cielo y la búsqueda del bien supremo al que debemos dirigir nuestras acciones” (Confucio, La gran ciencia).

La filosofía debe ayudarnos a mantener la mirada fija (como la mirada de los gavilanes en la presa) en el fin último: despertar del deslumbramiento terrible, de la limitada y angustiosa manera de proceder. Debemos manumitirnos del embrujamiento, de las alucinaciones constantes, como resultado de una sociedad cada vez más capitalista, neoliberal, estrictamente estancada e inoperante. Cautivados, en esencia, por un mundo carente de lo grandioso: los valores.

El empeño de la filosofía actual debe dirigirse a “liberar nuestro espíritu de los prejuicios” (Bertrand Russell: El valor de la filosofía), a esclarecer y darle orden a nuestros pensamientos.

Para finalizar, en un pequeño acto elucidatorio y particular acerca de la filosofía, me entregaría a las profundas concepciones de Ludwig Wittgenstein: “la filosofía es la lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje” (La función esclarecedora de la filosofía). Es decir, debe redimirnos para hacer nuestra existencia grande y libre. Para escapar, de algún modo, de esta prisión y de esta lucha constante: la vida.

“Japón: Escombros bajo el sol naciente” – Por: Harold Castillo


Dueño de una cultura milenaria, y habiendo superado los errores históricos, Japón se ha convertido, con el tiempo, en un país ejemplar: progresista, sincrético, siempre a la vanguardia de las innovaciones científicas y tecnológicas; pero sobre todo con identidad. Es imposible que una nación pueda salir adelante cuando se conspira contra ella desde adentro. He allí la gran diferencia entre los Estados del primer mundo, como Japón, y aquéllos que persisten en el más grande atraso.

La tragedia producto del sismo ocurrido en Japón el pasado 11 de marzo deja aún muchos aspectos para reflexionar, habida cuenta de que es uno de los países con mayor preparación en el mundo para afrontar esta clase de adversidades y, sin embargo, se vio remecido fuertemente por los embates de la naturaleza.

Nos preguntamos entonces lo sensato: ¿Qué pasaría si un sismo de magnitudes parecidas ocurriese en nuestro suelo? Luego del dolor vivido en Ica, apenas hace pocos años, ¿el Perú se encuentra realmente preparado ante un nuevo episodio de angustia?

Cabe precisar que el epicentro del terremoto en Japón, de 9,0 en la escala sismológica de magnitud de momento, se registró en el mar, frente a las costas de Honshu, a 130 km al este de Sendai, en la prefectura de Miyagi. Dos días antes ya se había producido un temblor de magnitud 7,2 MW. Lo sorprendente fue que pasara casi desapercibido, dada la infraestructura antisísmica que posee este país oriental y, sobre todo, gracias al civismo de sus ciudadanos. Muchos sentimos, en aquel momento, una especial admiración por esta gente, estigmatizada por los temblores constantes, pero impetuosa y resuelta al momento de plantear soluciones preventivas. El terremoto que vino después, seguido del destructor tsunami, sólo puso en claro lo evidente: cuán poco somos los hombres ante el poder de la naturaleza. No obstante, gracias a las medidas tomadas, se pudieron salvar numerosas vidas.

Esto último es lo valioso, lo que países como el nuestro deberían tomar como ejemplo e imitar. Pero, dada la idiosincrasia de nuestros habitantes (sin visión ni aspiraciones como Estado) parece todavía una realidad algo lejana. Sobre todo por nuestros gobernantes, que se turnan y pasan por lo general inadvertidos. Pareciera como si no les importara, para nada, el desarrollo del país; sacarlo del atraso mediante políticas drásticas para combatir la pobreza, el centralismo, la falta de identidad, de oportunidades, de valores, de condiciones básicas para persistir como nación. Pareciera como si su mayor aspiración consistiese en la conquista del poder para sus beneficios personales. Desde que somos república, en realidad, no ha nacido un peruano que haya sido capaz de guiar al país, como un verdadero líder, hacia un porvenir exitoso. Y resulta triste admitirlo. De qué sirve entonces tanta riqueza económica si nuestra mayor carencia es justamente la riqueza humana de nuestros habitantes. Qué tan profundo hay que caer para poder plantearnos esta gran pregunta: ¿Hacia dónde va el Perú como nación?

En el caso de Japón, con una cultura mucho más firme y perseverante desde la antigüedad, la idea de Estado se arraigo muy pronto entre sus pobladores. El régimen imperial fue determinante, de modo que las crisis internas que se sucedieron a través de los siglos no pudieron mancillar la visión primordial sobre el posicionamiento hegemónico que querían mantener sobre los otros pueblos orientales.

Japón en la Historia

Fundado, según la tradición, en el siglo VII a.C. por el Emperador Jinmu, su nombre (Nippon) significa, literalmente, “el origen del sol”. Es un país que recibió una gran influencia por parte de China a través de su religión: confucianismo, budismo, taoísmo; lo cual robusteció el poder del emperador. Japón desarrolló una estructura feudal a partir de los siglos III y IV. Con el correr del tiempo se vio inmerso en numerosos conflictos y luchas señoriales, guerras internas y diversos cambios en sus regímenes de gobierno. Desde un principio los emperadores fueron los gobernantes oficiales, pero en muchas ocasiones sólo de apariencia. La manipulación por parte de la clase noble o de los gobernadores militares (shogunes) contribuyó al caos interno.

En el siglo XIV la autoridad imperial se restableció, pero sólo por un tiempo, hasta la llegada de un nuevo régimen feudal militar a cargo de los daimyos o señores feudales, cuyo instrumento ejecutor fue la casta de los samurais.

El cristianismo es introducido al Japón en el siglo XVI con la llegada de los portugueses y españoles, pero es perseguido y abolido por las dictaduras militares sucesivas que restauran, en el siglo XVII, el shogunado.

En el siglo XIX, tras la Guerra Boshin, surge la Restauración Meiji (1867), a cargo del emperador Mutsu-Hito, con la cual se pone fin al shogunado y comienza la modernización de Japón, adoptando los modelos occidentales y convirtiéndose en una potencia mundial. Luego vendrían sus afanes expansionistas, la Primera Guerra Sino-Japonesa (1894-1895), la Guerra Ruso-Japonesa (1904-1905) y la ocupación de Taiwán, Corea y otros pueblos.

La Primera Guerra Mundial (1914-1918) reportó a Japón grandes beneficios, pues perfiló su posición hegemónica en la zona, tanto en lo militar como en lo económico.

Después de 1920 surgen muchos conflictos en Japón debido a crisis internas y externas (La Gran Depresión del ‘29), lo que promovió la Segunda Guerra Sino-Japonesa (1937-1945) y la participación decisiva de Japón en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

Terminada la guerra, y tras la ocupación norteamericana (1945-1952), Japón se democratiza y entra a la vida occidental. En poco tiempo se transforma en una de las principales potencias económicas del mundo. En 1995 un terremoto en la ciudad de Kobe causó la muerte de 6,433 personas. Desde entonces, hasta la actualidad, el país nipón ha venido asombrando al mundo a través de su modernidad y tecnología, de la sensatez y progreso de sus ciudadanos. Hacer posible lo imposible. Dominar al medio con infraestructura y hacer al mundo testigo de su gran desarrollo y potencialidad.

Posible amenaza nuclear

El problema en las plantas de energía nuclear de Onagawa y en particular Fukushima puede considerarse como un daño colateral producto del sismo del 11 de marzo, en vista de que Japón, por desgracia, no cuenta con sistemas alternativos para la producción de energía y al ser la energía nuclear la fuente principal de abastecimiento, pues, constituye una bomba de tiempo ante eventualidades como ésta o ante hipotéticos ataques militares. Pero la peligrosa radiación nuclear no es cosa de juegos. Japón ya ha padecido las dolorosas consecuencias de las bombas atómicas lanzadas por los Estados Unidos en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial. Al margen de las medidas que se estén tomando para poder controlar la amenaza radiactiva, todo esto debe ser planteado como un asunto de vital importancia para el futuro, en función a que siempre existirán los desastres naturales y que no deberían acarrear mayores tragedias, esta vez por descuido del hombre.

Una cultura prodigiosa

Hoy por hoy la cultura japonesa se desarrolla en las vertientes de lo tradicional y lo moderno, producto de años de evolución y por la notoria adaptación que ha tenido con el mundo occidental contemporáneo. Una muestra palpable la encontramos en su arquitectura, oscilante entre palacios históricos y majestuosos y las modernas edificaciones urbanas que ya todos conocemos.

Su arte y decorado sobresalen en el mundo gracias a su delicadeza y acabado, gracias al mito que atesoran. Las costumbres niponas se han arraigado en diversos paises del orbe (como el Perú), formando colonias que preservan su identidad y la difunden.

En lo que respecta a la ciencia y la tecnología, Japón es uno de los paises más innovadores y avanzados del planeta, siempre abocado a la investigación y productividad, proporcionándole al hombre actual la más alta calidad en maquinarias, electrodomésticos, computadoras, artefactos para el trabajo y el entretenimiento.

Hablando de literatura, están los escritos tradicionales como “Genji Monogatari” de Murasaki Shikibu, considerada una de las novelas más antiguas de la historia. O los autores occidentalistas de la era Meiji: Natsume Söseki y Mori Ögai, que fueron los primeros novelistas modernos de Japón. Luego aparecerían escritores de la talla de Akutagawa Ryünosuke, Tanizaki Jun’ichirö, Yukio Mishima, los premios Nobel de Literatura: Yasunari Kawabata (1968) y Kenzaburo Öe (1994), y más recientemente Haruki Murakami.

Todo esto nos habla de un país que se ha ganado su posicionamiento a base de trabajo, de esfuerzo, de mentalidad superada y visionaria. Luego de los errores históricos y pretensiones belicistas que, en el fondo, ningún beneficio le reportaron, Japón ahora apuesta por el futuro. Estamos todos convencidos de que el dolor y el desasosiego que el último sismo ocasionara no será fuente de quebranto para los espíritus japoneses. La propia Historia es testigo del ímpetu japonés para sobreponerse a los avatares del destino. El Perú se solidariza con Japón y sus damnificados; muchos deseamos algún día poder homologar la grandeza de esta nación. Hoy habrá escombros bajo el sol naciente, pero mañana la luz de la esperanza se levantará sobre un pueblo ejemplar, pujante, camino hacia la reconstrucción.

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Bibliografía:
- Diccionario Enciclopédico Lexus.
- http://es.wikipedia.org/

lunes, 4 de abril de 2011

“Lo esencial es invisible a los ojos” – Por: Ronal Pérez Díaz


En verdad podemos afirmar que el ser humano en esencia (conciencia) es lo más digno y decente que pueda existir. La esencia es el “genio de la lámpara maravillosa de Aladino, ansiando libertad” (Samael Aun Weor); es el principito despertando lazos de amistad y así concluir siendo el único en su especie. Es, en el fondo, el cordero habitando la caja; genialidad artística del aviador.

Podemos entender a la obra de Antoine de Saint–Exupéry (Lyon, 29 de junio de 1900 – Mar Mediterráneo, cerca de la costa de Marsella, 31 de julio de 1944) como una expresa narración en la que se expone un proceso interior inherente a cualquier persona, puesto que son experiencias que no escapan a la realidad. Notamos, pues, al aviador en el desierto del Sahara, tratando de arreglar un desperfecto en el motor de su avión, semejante al Moisés Bíblico. Mientras que el segundo halla a Dios en la montaña; el primero, a un pequeño e iluminado principito, con cabellos de trigo:

“Podéis imaginar, pues, mi sorpresa cuando, al amanecer, me despertó una singular vocecita que decía: Por favor… ¡dibújame un cordero!…Y vi un hombrecito extraordinario que me miraba seriamente.”

Cuestionándonos de manera significativa, notamos que el desierto implica la aridez espiritual, la dolorosa situación de nuestra vida, debido a que de modo ineludible lo más importante de nosotros se ve inmiscuido en esta vida insulsa. En sí atañe a la ansiedad, a la infertilidad interna. “Es también un erial, símbolo (…) de la sequedad espiritual, de esa soledad interior.” (Manuel Ballester).

La figura del principito aparece como un llamado a una nueva vida, como despertar de una pesadilla y percibir un rótulo en la distancia y una invitación hacia una manera distinta de vivir, con un ideal de plenitud, un “estar en este mundo” con sentido para cada hombre; pues, “el piloto, en última instancia, es el símbolo del hombre contemporáneo” (Manuel Ballester); el cual, en un determinado momento de su vida se da cuenta de su realidad mediocre, se hace consciente de que la existencia en su conjunto no lleva la direccionalidad que debiera tener. Entonces se siente insatisfecho, incapaz de contemplar lo esencial, pero un poco orgulloso, vanidoso tal vez:

“Quizá me creía semejante a él. Pero yo, desgraciadamente, no sé ver corderos a través de las cajas.”

Al aviador le llevó mucho tiempo comprender lo valioso; es decir, salirse de lo útil, lo obvio y deducir que las semillas de la esperanza habitan, en secreto, en lo más recóndito de nuestro ser. Éstas “duermen en el secreto de la tierra hasta que a una de ellas se le ocurre despertar.”

La amistad había empezado a germinar como un suceso de domesticación aviador–principito, semejante a la rosa y el diminuto ser. La rosa, aquí vendría a representar a lo femenino: la mujer, aquella a la cual hay que cuidar, tratar con suma amabilidad y sobre todo con amor. Este proceso de acercamiento mutuo hace que nos sintamos únicos, irrepetibles en infinitos espacios de vida.

El principito empieza a recordar, después de recorrer el planeta cuyo rey no tenía a quien gobernar, sino sólo a sí mismo y con él al universo; antes de ver al ebrio sumiendo su vida en una desazón profunda; contemplar al vanidoso, único ente que sólo escucha las alabanzas y los demás son siempre sus admiradores. Continúa su viaje, hallando luego a un hombre de negocios, inmergido tan profundamente en sus cifras dolorosas; virando después, por un instante, la mirada hacia un farol y su farolero, oficio que sería “despreciado por todos los otros: por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el hombre de negocios” y en medida extrema por un anciano que mataba el tiempo escribiendo enormes libros: era un geógrafo.

Es la Tierra el séptimo planeta visitado por el principito. Halla una serpiente, rosas que hablaban como la suya. Se siente entonces inmensamente defraudado, engañado, y al fin, tendido sobre la hierba, llora. ¡Ah, he ahí la magia del zorro! Bastaría la astucia de un animal para ayudarle a comprender la importancia de formar lazos amicales, de ser domesticado, e igualmente tener necesidad el uno del otro, sentirse correspondido, salirse de la monotonía de la vida:

“Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan… Me aburro, pues, un poco. Pero si me domestican, mi vida se llenará de sol.”

Es decir, se iluminará. Habrá claridad, sinceridad, con uno mismo y con el otro; la vida encontrará el eje en el cual girar. No obstante, eso no es todo. Faltaba el secreto, el enigma que sin argucias de zorro cazador le regalaría al de los cabellos de oro al momento de partir:

“Y volvió donde estaba el zorro.

–Adiós –dijo.

–Adiós –replicó el zorro–. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.”

El tipo de relación que se ha forjado entre zorro–principito quedará grabado como una huella imborrable en los recintos de sus almas. Ambos se reconocerán, ambos se recordarán. He ahí lo inestimable, lo más grande a lo que puede aspirar el hombre; lo invisible, lo que embellece al desierto de nuestras vidas:

“Lo que embellece al desierto… es que esconde un pozo en alguna parte…”

“… Ya se trate de la casa o de las estrellas o del desierto, lo que los embellece es invisible.”

En fin, hay que arreglar la avería en el motor: el corazón, para erigir seguramente la verdad; es decir, hallar la direccionalidad de nuestra vida para hurgar de manera introspectiva en nuestro desierto y contemplar la dulzura de las sonrisas del principito. Si no está, tal desaparición habrá que recriminarle a la serpiente: “flaca como un dedo, poderosa como un rey.”

¡Ah… despertemos al principito, frotemos la lámpara y el genio hará maravillas…!