martes, 11 de enero de 2011

"HORA ZERO" 40 AÑOS DESPUÉS - POR Tulio Mora


40 años después del surgimiento del Movimiento Hora Zero el mundo y el país han cambiado hasta desconocerse. El Perú, pese a la crisis económica y la violencia, aún inconclusos, se ha reafirmado en una identidad largamente postergada. El sueño colectivo ha sido más persistente y a larga imprevisible y más efectivo que el voluntarismo político o literario. Mucho más incluso que aquella pesadilla cruel cuya oferta del paraíso reposaba en la factibilidad de construirlo sobre una montaña de cadáveres; o que el tenebroso régimen narcofascista que imperó durante una década desde las franjas del crimen organizado y el terror sicosocial. En ese tránsito de incertidumbres y culminaciones indefinidas, que es la historia más reciente del Perú, está sumergido HZ.

Nadie, a estas alturas del siglo XXI, podría mezquinar a nuestro movimiento la importancia poética que le designó a ese sujeto social que hoy se reconoce como la mayoría del país. Fuimos los primeros en intuir que la poesía reposaba en esa población en trance de rápida urbanización que venció un sistema y una forma siempre represivos para instalarse en los márgenes del poder y desde allí minarlo con su obstinación, en esos ciudadanos que desde provincias han persistido en una lucha frontal contra el centralismo ya agónico.

En estos 40 años la vida de 28 millones de compatriotas tampoco ha sido fácil y no lo será mientras el esquema básico de una injusta distribución no haya acabado para siempre en el país y el mundo. Este deseo está muy lejos de cumplirse cuando el absolutismo de los organismos financieros y el modelo de libre mercado pretenden perpetuar bolsones de prosperidad y confort a costa de una anchísima mayoría víctima del cinismo de la ortodoxia neoliberal que ha fracasado ruidosamente al final de la administración de Bush, como consecuencia, entre otros factores, de alentar la especulación financiera hasta el desborde delictivo y de globalizar el fascismo.

HZ encontró el rostro de ese nuevo actor social no porque sus miembros tuviesen un agudo sentido profético, sino porque desde sus primeros textos descubrieron que una poesía nueva tiene que reposar en una palabra nueva (“creo, honradamente, decía Vallejo, que el poeta tiene un sentido histórico del idioma, que a tientas busca con justeza su expresión”). Esa palabra es la que los horazerianos encontraron en las calles o trajeron las poblaciones andinas y amazónicas a las urbes, modificando significativamente un tradicional modo de hablar, de escribir y de percibir el sonido y sentido de la belleza. La diferencia tenía que resaltar. Quizá por eso los escritores denominados por Martin Lienhard “continuadores de los primeros escritores españoles radicados en el país” (claramente José Miguel Oviedo) comprendiesen poco y mal la profundidad de esa palabra nueva. No era -como se dijo en los 70 y aún hoy, como leemos a un obsoleto James Higgins quien ha escrito con agudeza sobre José María Arguedas y el pensamiento andino pero ha sido absolutamente incapaz de entender cuál es el cordón umbilical entre ese escritor y HZ- que los “parricidas” o “fratricidas” desconocían las reglas elementales de la estética, sino que se negaban a aplicarla en un contexto que la contradecía. La suya era otra estética.

En estos 40 años HZ ha consolidado su “franco proceso de ruptura” resistiendo las peores adversidades de los acríticos y mafiosos que durante décadas soñaron y aún sueñan con nuestra desaparición para decretar sobre un escenario fragmentado, de precario equilibrio cultural, el retorno del canon administrado desde las canonjías que pasan por las universidades a los medios de comunicación y las escasas y mediocres editoriales -o publicando estultas encuestas entre los canónigos.

El Perú de este nuevo siglo no puede reconocerse en ese estrecho horizonte al que aspiran los remanentes de la normatividad colonial y provinciana. El Perú de hoy -para mal o bien, aún es muy prematura hacer una lectura conclusiva- está globalizado, participa como muchos países del mundo de la denominada cultura de masas; en su interior coexisten, no pocas veces conflictivamente, archipiélagos culturales que surgen de manera espontánea en los asentamientos humanos como en provincias y en el extranjero; una poética expuesta a los desafíos de la palabra cotidiana, una urgencia de fracturar el complejo de inexpresividad, la revaloración de la experiencia personal, micro, pero significante, y contrapuesta a la ajena y mal llamada “estética de los valores universales”, que no es más que la estética del sector social al que pertenecen los administradores de la norma. Es el impulso a desarrollar la historia poética de las colectividades sin voz articuladas de manera tangible desde el arenal urbano y las provincias: los grandes espacios olvidados del interior.

En la actualidad ni siquiera es necesario que la poesía pase por Lima, el centro que, contradictoriamente, hoy como nunca podría confirmar la premonitoria frase de Valdelomar, “El Perú es Lima”; pero bien sabemos que nunca logrará serlo: a medida que su acceso se democratice la revolución informática está socavando de manera irreversible el estatus heliocéntrico y mediador limeño de la cultura mundial con las autopistas de internet y la educación virtual. Miles de pueblos que han vivido al margen de los grandes libros de todos los tiempos, de los grandes avances tecnológicos y científicos, se ven invadidos de ese instrumento que para algunos profetas del establishment será el capital más rentable del milenio que hemos abierto sin mucho entusiasmo ya que terribles guerras han sido sus más tenebrosos heraldos, desde los genocidios africanos, balcánico, el hundimiento simbólico de las torres gemelas en Nueva York y la sobrerreacción imperial en Iraq, Afganistán e Irán, aparte de la discordia perpetua entre palestinos y judíos.

Naturalmente en un escenario de esta naturaleza la voz estéril de los guachimanes del buen hablar y escribir no pasa de ser más que una mera gestualidad, el último canto del cisne extinto, como lo ha comprobado la vigencia de HZ, movimiento al que los peruanos le deben, entre otras cosas, la democratización de la escritura poética y su autorrevelación como actores de una historia intransferible e irreplicable. Las grandes fracturas poéticas no solo se perciben en el plano de la escritura sino en las conductas sociales. HZ le devolvió a los peruanos la confianza de expresarse desde sus más íntimos sentimientos, utopías y frustraciones que hoy se revelan en la escritura de muchos jóvenes quienes ya no necesitan proponerse la fractura horazeriana (no la disputa de un espacio periodístico, de una beca, un viaje o un vaso de wisky en las embajadas), sino simplemente expresarse según el principio de que los silenciados o silenciosos tenían que usar la voz poética -y en muchos casos la más alta.

La lengua, como se sabe, es más que sus normas y sus aprensivos policías: es la más perfecta computadora que ha ideado e ideará el ser humano y un cuerpo en permanente estado de retroalimentación. Su vitalidad depende exclusivamente de las colectividades que la recrean y modifican al ritmo de la historia. Quien no comprenda esta premisa fundamental no puede comprender cuál es el papel del poeta: ser el perpetuador (también el perpetrador) de esas modificaciones de su época. Quien no esté alerta a esos cambios que debe aplicar en sus textos simplemente pasará al olvido. Porque la premisa más legítima de la poesía es revelar el alma del otro (del lector) y esto es válido desde Homero a Derek Walcott, ese otro que habita en un espacio, que tiene una biografía (un tiempo) y una complicidad con el creador. Quien revela al otro se revela a sí mismo y no al revés. Quien revela al otro revela al mundo derramando sobre alguno de sus infinitos ángulos una tonalidad de luz y verdad diferentes. No hay una sola luz, no hay una sola verdad, no hay una sola forma de expresarse en una lengua y esto es lo que revela una poesía auténtica.

La gran tarea de HZ por eso mismo fue exponer en la página en blanco una forma de hablar, de sentir y de soñar que nos es propia dentro de una colectividad muy amplia. Y nuestra beligerancia provino básicamente porque esa voz de alerta, que lanzamos en 1970, fue atacada por una poesía que escribía, pensaba y soñaba desde otras colectividades -española, francesa, inglesa-, pero no como peruana o latinoamericana. El Perú de estas décadas nos ha dado la razón.

Y las “orgías de trabajo” que entonces propusimos se tradujeron en manifiestos, en pronunciamientos públicos, en masivos recitales, en intercambio de experiencias con poetas de otros países, pero sobre todo en libros que hoy son imprescindibles para cualquier joven peruano. Y al lado de ellos hay que citar a nuestros hermanos infrarrealistas que en México tuvieron la misma actitud intransigente contra un sistema que sigue corrompiendo a los escritores y alimentando una poesía estéticamente correcta cuya única preocupación es luchar contra la palabra popular.

Todos los autores citados demuestran que HZ tuvo razón, que el Poema Integral era la voz poética del Perú y Latinoamérica, por eso mismo se han adscrito a ella otras voces de jóvenes hartos de la misma retórica y de las mismas gárgaras con lo poéticamente correcto.

HZ está convencido de que los poetas jóvenes de Latinoamérica consolidarán los logros alcanzados a través de la Poesía Integral para que en el futuro esta sea la expresión de mayorías y minorías (urbanas, rurales, los hablantes de lenguas nativas, los procedentes de otras culturas extranjeras asentadas en nuestros países), de tal modo que refleje lo más cercanamente posible nuestra sensibilidad híbrida, según la profética denominación de Gamaliel Churata.

Por supuesto, lo que HZ no pide es que los jóvenes escriban como los fundadores de HZ, sino que encuentren nuevos caminos, nuevos experimentos de la palabra en los que reconozcan ese franco y hermoso proceso de ruptura que a fin de cuentas no es más que una declaratoria de amor a la vida y una declaratoria de guerra a los predicadores de la muerte, a los provocadores de la destrucción del planeta, esos suicidas representantes del capitalismo irracional, de las desigualdades y las mediaciones político-económicas del poder, no importa de dónde procedan.

Oros problemas preocupan hoy a Hora Zero. La prolongación de la vida en nuestro planeta está trágicamente signada por la evidencia (y ahora ya no puede haber la excusa de que se trata de una coartada ideológica), científicamente palpable, de que la tierra no puede sostener el nivel de consumo de energía fósil que demanda el capitalismo. El calentamiento global y la contaminación demuestran que el sueño del bienestar vendido por este sistema (que sí se ampara en la ideología como un dogma) es falso: no todos los seres humanos podemos gozar de sus supuestos beneficios nacidos de un exacerbado individualismo, del egoísmo, de la desleal competencia, de la disminución de ciudadanía frente a las grandes corporaciones, de la privatización de la vida y especialmente del saqueo ecocida de los recursos naturales. Porque si la humanidad gozara del mismo confort, el planeta quebraría en instantes, destruyendo en la oscuridad universal todo lo que fue construyéndose en miles de millones de años. Dicho de otra manera: necesitaríamos de ocho planetas para mantener un nivel de consumo para que la humanidad entera se instalase en el mal entendido desarrollo. Matemáticamente, esto quiere decir que el actual bienestar es discriminatorio, que sólo una cuarta parte de la especie humana puede disfrutar del consumismo, mientras que las otras tres cuartas partes deben acompañar la orgía de los satisfechos desde las calles erosionadas del hambre, la ignorancia y la precariedad de la salud. Y los otros ciudadanos, los seres animales, vegetales, los ríos y las montañas, como decían Henry Thoreau y Gary Snyder, no tienen representantes que aboguen por ellos en los foros internacionales y los seres humanos que exigen representarlos son acusados de terroristas.

Pero la globalización ha producido recientemente la peor de las catástrofes financieras, recordándonos que su vigencia depende de la permanente incertidumbre y del hábil juego de manos de una casta de delincuentes disfrazados de banqueros, a quienes los Estados más poderosos del mundo recompensan, en vez de sancionarlos, poniendo en marcha planes de salvataje y reactivación de la economía, que no es otra cosa que remonetarizar un sistema que cíclicamente volverá a toparse con la misma piedra de la estafa a la humanidad entera, la pagana de este último (hay quienes sostienen que ha sido más grave que el crack de 1930) y de todos los desastres financieros.

Un último punto de gravísima constatación son las guerras alentadas, propiciadas y fabricadas por las transnacionales constructoras de armas que definitivamente gobiernan el mundo, como se comprobó cuando George Bush hijo fue colocado como presidente de los EEUU en unas elecciones fraudulentas, fruto de un complot del que participó una maffia de petroleros, industriales de armas y banqueros, los mismos que hoy pretenden derrocar a Barak Obama, fomentan en sus narices golpes de Estado, colocan presidentes y mantienen un dominio casi absoluto de los medios de comunicación.

Este es el panorama que el poeta debe afrontar actualmente cuando escribe sabiendo que el verso más auténtico de hoy es el que nace asombrado de que aún se sostenga el mundo. Y por eso tiene que ser más intransigente, más solidario con la humanidad entera y debe proponer, como siempre ha hecho el poeta, el sueño de la vida armoniosa, de la plenitud. Porque nuestro destino en el mundo es habitar nuestro hermoso planeta buscando la felicidad que es posible en la medida que lo anticipan poetas, pintores y músicos desde la cueva de Altamira.

Por otra parte, ¿cómo expresar poéticamente esta primera década del siglo? Es una cuestión de primera importancia si un poeta entiende que la vigencia de un texto literario está asociada indesligablemente a la palabra social, que es siempre cambiante y se convierte en la esencia de una época, como ya hemos mencionado.

En el actual contexto conviene resaltar las alteraciones que se han producido. El lenguaje cotidiano se ha contaminado de la jerga tecnológica. Los jóvenes intercambian sus puntos de vista a través de un repertorio lingüístico que han introducido la computadora y los nuevos productos informáticos. Neologismos que hace sólo dos décadas atrás parecían una norma arbitraria y exclusiva de la poesía -es decir, no de la palabra de la tribu- atraviesan de lado a lado a todos los sectores sociales. “Resetear”, “printear”, “renderear” y hasta verbalizaciones de fonética horrorosa -como “accesar” en vez de usar el verbo correctamente: “acceder”- empiezan a exigir legitimidad semántica, sin considerar otro campo más vasto: el de la designación de los objetos, es decir la sustantivación, con palabras que primero no pertenecen al idioma español, segundo no tienen un equivalente en el mismo (“chip”, “byte”, “drive”) y tercero se pronuncian fonéticamente según las reglas del inglés (“y” como “ai”).

El purismo académico, que aún campeaba hasta hace pocos años, no decimos en el Perú, sino en países más celosos como México, España y Colombia, ha perdido la más reciente batalla. La globalización en términos de lenguaje es en verdad una monopolización del inglés a los espacios cotidianos de nuestra lengua. Aún es prematuro saber cuáles serán los mecanismos de defensa de nuestra colectividad lingüística frente a estos cambios agresivos que parecen irreversibles.

Por lo mismo, la poesía de esta época frente a los retos de la ciencia y tecnología exige más imaginación. Porque estamos en un periodo de cambios imprevisibles.

Paradójicamente, el marco globalizador (la aldea grande) está proponiendo una resurrección insólita y no solo por lo que toca a ciertas coincidencias espaciales, de un modernismo de corte rubendariano: la fusión de espacios contrapuestos (el rey de Noruega con los dioses aztecas, cisnes chinos con monos amazónicos), con una diferencia notoria en el énfasis que se coloca al orden de los sentidos: el modernismo lo ponía más bien en el oído (la música del verso, de la que Darío fue su más eximio y hasta hoy no superado artífice, aunque por otra parte la música de fusión andina, el rock y la salsa también hoy seducen el oído del poeta) y el posmodernismo lo coloca más bien en la vista (la imagen). Pero igualmente pueden resucitar formas poéticas vanguardistas en el entendido de que estas exhibían un inconformismo con las reglas tradicionales y expresaban una sensibilidad fuertemente impregnada de la tecnología (el cine, los automóviles, los rascacielos). Sin embargo, a diferencia de entonces, cuando el vanguardismo parecía reflejar un entusiasmo histórico desbordante, sobre todo en el que se adhirió a la revolución socialista, y que las guerras mundiales, hasta mediados de siglo, y la caída del muro de Berlín, en las últimas décadas, trajeron abajo, la poesía actual se ha contagiado más bien de la incertidumbre y la perplejidad, compensadas con la poética light (Mariátegui ya tenía un nombre para ella: “poética de la tontería pura”).

Hoy cualquier utopía poética es socialmente posible. Esto supone que la poesía debe cambiar de utopías. Más que nunca hoy la poesía debe reclamarse una autoridad ética. No existe más el compromiso con nadie, salvo con la humanidad desposeída (“los irreciclables” y los “desechables” del festín neoliberal, es decir las 3/4 partes del mundo) y su casa benigna, nuestro planeta azul. La ilusión del progreso a través de las reglas omnímodas y omnivoraces del mercado esconde las escandalosas relaciones abismales entre los seres humanos y la trágica agonía del planeta. La poesía de estos tiempos tiene que asumir el liderazgo moral de estas cuestiones fundamentales para la continuidad de la vida.

La informática ha propuesto nuevos formatos poéticos (el multimedia, internet, el DVD, el libro virtual, etc.). Aun en países como el nuestro, donde la capacidad adquisitiva de las mayorías impide la horizontalidad de los nuevos aportes, la edición, industrialmente hablando, como parte del proceso mercantil está sufriendo una alteración sustantiva. La edición de una obra ya no es tarea extrapoética (de los editores y las imprentas) sino del mismo autor, en la medida que gracias a la actual tecnología los libros, editados de manera artesanal con tirajes, aunque no significativos, son enormemente compensados con una difusión a través de internet.

Quizá por ese ambiguo sentimiento reinante de entusiasmo/incertidumbre por el futuro hay en el continente un agotamiento de formas y discursos. Tal vez los poetas empiezan a sentir recelos del proceso creador social que ha sobrepasado sus exclusividades. Y temerosos de los cambios se esconden en la tradición y el yoísmo (los canónicos e siempre y los llamados “poetas de la palabra” que recurren al neobarroquismo rentable en la medida que no compromete la palabra poética con los horrores actuales del mundo). HZ está en contra de esa reacción autista y exhorta a los poetas jóvenes a ponerse a la altura de los mensajes que nos envía la sociedad. Tienen que incorporar a su lenguaje los procedentes de la ciencia y tecnología, moderar la dictadura de la imagen visual (computadoras son pantallas, videojuegos, etc.) con una sensorialidad plural, difundir sus materiales por internet (que ha multiplicado las posibilidades de lectura) para romper definitivamente el mercado provinciano del gusto cuyo principio de permanencia agrega a su lógica elitista un componente darwiniano: la ley del más fuerte es la ley del prestigio (el marketing y el acaparamiento estratégico de los cuatro o cinco medios de prensa existentes en el centro del poder cada vez menos representativo). Y la ley del prestigio es la mentalidad colonizada por el mercado.

El temor se explica por la agresividad del exitismo. La poesía -el arte en general- no funciona según esas leyes por mucho que algunos neoliberales -Vargas Llosa principalmente- crean que basta una política de educación intensiva para que la población frecuente y adquiera productos culturales. La poesía nunca ha sido cultivo de mayorías aquí ni en Europa o Asia. Desde las exigencias del mercado -obtener ganancia material- es objetivamente un fracaso. Ningún poeta puede vivir de sus libros. Y aun si eso fuera posible los casos serían ridículamente aislados.

¿Supone esto que debe desaparecer? No. Por lo demás, el poeta -el productor- sobrevive gracias a su competencia para desempeñarse en otras áreas socioeconómicas desde hace muchos siglos. Y su obra existe por exclusiva libertad suya. Es a la vez creador, editor y distribuidor de su propio ingenio. Que no venda no es cosa que le quite el sueño. La poesía está consagrada a un ámbito en el que las relaciones sociales no están condicionadas por el intercambio de necesidades y satisfacciones materiales. Tampoco puede considerarse en el ámbito recreacional, como los deportes, o la música popular, por ejemplo, que se justifican porque son una inversión que produce enormes dividendos a partir de la demanda social de la cultura de masas. La poesía no.

Si hubiera que ubicarla en algún lugar sería en el que la sociedad destina a la ciencia experimental: mucho de lo que allí se investiga tal vez nunca resulte aplicable, pero es interés de la sociedad que esas actividades se desarrollen porque garantizan la prevención de las enfermedades y otras taras genéticas. Actualmente miles de laboratorios buscan obstinadamente una cura contra el sida y el cáncer. Ella llegará en algún momento. Por eso nadie cuestiona los miles de millones de dólares invertidos porque se entiende que están destinados al alto fin de salvar vidas humanas. La poesía -el arte en general- debe pensarse como una inversión social de este orden y no como una recuperación material. Su permanencia garantiza el enriquecimiento de las lenguas. Quienes no comprendan que las lenguas son cuerpos vivientes que necesitan renovarse jamás comprenderán la relación que tiene la poesía con ellas, antes que la novela que sí puede entrar en el ámbito recreacional y masivo justificando además la lógica del mercado, como Vargas Llosa sostiene en su último ensayo sobre Onetti: que la novela es un arte de la mentira con un valor agregado (la técnica de narrar), pero no para recrear la realidad, tampoco para modificarla, sino para “entretener” a satisfechos y resignados del actual sistema. En buena cuenta, según esta hipótesis, la novela es un producto mercantil y solo eso.

El poeta debe entenderse como un investigador de la palabra, un “detectuve”, decía Bolaño (de manera especial de la palabra popular) en permanente estado de conflicto creando estructuras tensionadas, torsionadas, reproduciendo así la sensibilidad de los nuevos perfiles sociales con la música que imponen los tiempos que le toca vivir. El poeta limpia la palabra del polvo de los días pero no con el espíritu que dio vigencia a la “poesía pura” desde el siglo XIX, como parte de una obsesiva “limpieza” social (en el amar, vestir, comer y escribir), dividiendo a nuestros ciudadanos en “civilizados” y “bárbaros” (Vargas Llosa lo sigue haciendo), sino como el proceso que devuelve a la palabra social su significado devaluado por el uso, como la moneda, hasta volverla in-significante. Por otra parte, legitima en muchos casos los nuevos aportes sociales (las jergas, las replanas, el slang) garantizando la permanencia y reproducción de la lengua. Estas funciones son básicas para el mantenimiento de la única forma que tiene de relacionarse el ser humano.

Vista así la poesía pertenece a un ámbito en el que las sociedades deben preservar y cuidar sus lenguas como parte de su identidad. Y sin embargo no estamos hablando de política asistencial estatal o privada en favor de la poesía (concursos, becas, talleres, fondo editorial, jubilación, créditos) por los servicios prestados a la lengua. Estas políticas no han sido condicionantes para la reproducción poética en ningún país, salvo en México (y su poesía no ha sido por eso cualitativamente diferente al resto, al contrario, la ha discapacitado) y no lo serán nunca. Estamos hablando de una actividad social que debe permanecer en la historia como parte íntima de nuestros mejores valores.

Para finalizar: la poesía sigue siendo el sueño tal vez alcanzable de que los seres humanos podemos superar nuestras lacras (las guerras, la voracidad, el poder) y vivir sin más horizonte que nuestra plenitud. Y ese canto a la vida es el único desafío que temen la muerte, el olvido y los egoístas. Este sigue siendo el principio que da permanencia a Hora Zero 40 años después.



Lima, enero 2011