El Cuento de Las Mil Palabras es el concurso que organiza cada año la Revista Caretas. Este año no fue la excepción. El ganador, esta vez, tiene como renovada carta de presentación un nuevo trabajo -estructuralmente sólido y de lectura fluída-, y nos sumerge a lo habitable y oscuro de una culpa.
Enrique Vásquez Valladares, ganador del concurso, indudable hombre de negocios y también escritor, viene sosteniendo en la literatura peruana una constancia digna de mención. Desde hace seis años, con una vocación que se sujeta a su disciplina, desentraña de las palabras -o les reclama- el ruido necesario para hacer nacer historias contundentes.
Enrique Vásquez Valladares, ganador del concurso, indudable hombre de negocios y también escritor, viene sosteniendo en la literatura peruana una constancia digna de mención. Desde hace seis años, con una vocación que se sujeta a su disciplina, desentraña de las palabras -o les reclama- el ruido necesario para hacer nacer historias contundentes.
Después de “El narrador y la mujer más feliz del mundo” (libro de relatos), “De atardeceres perros y veranos en ti” (primera novela) y otros relatos más (publicados en España), nos trae para complacencia de nuestros lectores: Todo por culpa de Muriel. A continuación, la primera parte (de tres).
TODO POR CULPA DE MURIEL
I.
I.
Fue por eso que estaba allí. De otra manera nunca hubiera sucedido. Sin embargo, ahora, frente a esas mujeres de escandalosos labios humedecidos por alcohol barato, cubiertos de ese acre olor a tabaco, no estoy seguro de poder seguir con esto. ¿Que nunca debí venir? Quizás, es probable. Sin embargo estoy aquí, enfrentado a mis debilidades, disfrutando mi miseria, y es entonces cuando me siento apabullado, humillado, insignificante ante una realidad que me aplasta, me enmudece y me atrapa. Y todo por culpa de Muriel. Si no hubiese sido por ella, su estúpido interés en casarse, en verse a mi lado, de blanco, entrando a una iglesia, quizás ahora en vez de estar acá, estaría a su lado, tomando una cerveza en alguna taberna barranquina o mejor aún en algún hotelito de esos en los que solíamos esperar las primeras horas de un domingo, reposando aquellas copas de vino que habían encendido nuestras pasiones y encandilado nuestras miradas. Pero la realidad es sólida y fría como un hielo. Estoy aquí, sintiéndome un tonto irremediable, por culpa de esa estúpida pelea con Muriel, por culpa de esa vida al lado de Muriel, por culpa de esa boda con Muriel. Sí, porque aunque para muchos resultara una sorpresa (para mí también lo fue), una tarde de febrero, caliente y sudorosa, en la iglesia de Fátima, frente a un puñado de incrédulos invitados y vestido con aquel terno que aún llevaba la etiqueta de la lavandería, me casé con esa muchacha, con Muriel.
Muriel Martínez Melgar, así se llamaba. Dueña de unos imperturbables ojos grises y salpicada con miles de pecas en su cara, era con su alargada figura, su cabello desordenado y sus gestos nerviosos, lo que cualquiera llamaría «una extraña mujer»; sin embargo, para mí, desde aquella noche en que me vio llorar, lo único extraño que percibí en ella, era ese afán descontrolado por casarse conmigo. Muriel, desde que la conocí, se convirtió en la artesana de mis noches, y fue tan diestra en su labor, tan amplia y minuciosa en su entrega, que luego de un amanecer saturado de tabaco, alcohol y un aroma escondido de Givenchi, la mañana del domingo nos encontró acurrucados en un viejo hotel, hablando distraídamente sobre sexo y matrimonio. Y a mí lo primero me terminó llevando irremediablemente a lo segundo. Sucedió algunas semanas después de romper con Malena; entonces resultó fácil, muy fácil, que luego de aquel descalabro sentimental, tomara la decisión (o acatara la de ella) de casarnos. Ahora, luego de algunos años, lo puedo decir sin remordimientos; arrepentido sí, pero sin remordimientos: me casé con Muriel para olvidar a Malena.
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