DEL LIBRO "SIGNOS"
POESÍA RIVADAVIANA
(Renato Rivadavia: veintinueve años, lector de tragedias inglesas, alcohólico social).
Obstinación
- El paciente inglés -
Lo artificial perdura nítidamente
en la claridad de alguna fiesta que Romeo busca
para otra alteración del ser.
Las golfas de piel intacta
se reparten por igual en salones uniformes.
La luz escarpada corresponde a una maldición de plenilunio.
La luz en las alturas absorbe a cada noctámbulo
como una esperanza, como aguardar la esperanza
con el cigarrillo en los labios,
desde el humo diluyendo espectros
que el vino ayuda a deformar
hasta el origen de Luciérnagas en confusión con los ojos
de alicaídos caminantes,
hasta estampidas de hacedores de estética silvestre al bailar,
hasta puertas que se cierran con golpes tan fuertes
como la muerte y el amor por Julieta.
La música desvía el trastorno contenido de un bostezo
encarnado en la huella de este día ineludible.
La concepción de una tragedia no es siniestra:
se ama totalmente. Entonces
se esparcen los orígenes del hielo hacia los cuerpos,
se involucran bocetos de jolgorio, también contrastes:
aceleraciones y témpanos en los rincones.
Romeo ríe todavía, ríe
porque el amor le absuelve el vértigo al suspirar.
Los faros callejeros hacia él lo remontan a los dramas
(nunca en la pista menos agreste que conduce a verla).
Ahí sus intentos de caminar se yerguen
como un hito final de los ojos.
La noche se prolonga con escenografía de princesa.
Princesas duermen.
Y como secuelas de un grito borboritante,
el nombre de Julieta por los aires y Romeo
colmado de vocablos.
Sus palabras se han encendido con la lámpara.
Es el vino blanco lo blanco en sus palabras.
Una tormenta se aproxima de súbito presagio y fragor
hacia este mundo rígido de vidas paralelas.
Es la hojarasca en sus rodillas como espejo de otoño,
resonando demasiado.
Alrededor de él
un búho extiende revelaciones correspondidas
cuando Julieta evoca sus palabras:
no te amo, comprende, no te amo.
¡Si tan sólo las maldiciones de los búhos fuesen mentira
como la mentira del amor de los balcones!
¡Si tan sólo brillasen aureolas para salvar esta historia
como salvan a los santos paranoicos!
¡Si tan sólo el amor existiera en los bares
como existe en los manicomios!
Persiste el enigma de las coexistencias,
la sutil pregunta del amor desordenado:
se ausenta el limbo de los sueños.
Despierta un relámpago fijado en una apariencia
entre pistas inhóspitas y lo amorfo.
Se mojan los techos desgarrados: la luna pasa
al corazón de otra estancia.
Para Romeo, llueve y autollueve.
Sus párpados se adaptan al transcurso,
a la representación de un rastro y otro albor
se percibe por los callejones de las lágrimas siguientes.
Los gatos se dispersan entre falsos monstruos y Dios
existe menos.
Entonces, las alucinaciones toman la figura de un hombre
en trajines que corresponden a extravíos,
y en respuesta a la oscuridad, Romeo vuelve
al silencio de la historia o al monólogo interior más bello
o al verdadero idealismo.
El semáforo cambia para nadie. Y en él se suceden
todos los posibles pasos que no andan satisfechos.
Después de esta noche, se aguarda el cielo si es que alguien
lo recuerda entre la nada: lo común
en lo extraordinario.
Aún confundido,
busca la Luna de otro tiempo y articular en otro tiempo poemas
en la boca y el espacio, pues retornan castos.
La vereda resbala como el rocío en aquella hoja que cayó.
Romeo ha vuelto a un bar, otra vez hostilizado por sí mismo,
para despertar de nuevo a sus múltiples maneras de olvidarla:
historia cercenada por la madrugada esculpida para el llanto.
Historia descrita por los grillos e indigentes:
narradores fieles de la ciudad perdida
en las riberas de las vías nocturnas.
Él pierde lo estricto de una dulzura que falla,
pierde la contemplación de Julieta cuando transcurre el tiempo
y no hay salidas transparentes
excepto el vino blanco de las lejanías sin ella.
Ni con la paciencia sutil de una garúa ni con la impaciencia,
Romeo consigue inspirar su ser,
mientras el vino ausenta la razón de estar vivo.
Las caravanas multiformes se agitan
sobre las limitaciones de sus piernas.
La música regresa el aire esclavo de estas paredes sin infancia
como descubrir que no hubo vida, más que la de otros.
En el canto se deshace el aliento de los ebrios
y puede Romeo devolverse el contenido,
conversar con su otro yo,
con el ser del augurio soberano o de las mitologías.
Entre cantos mañaneros que disuelven los sentidos
cabe ese especial origen de otro día,
mientras él intenta estrujar la copa sin romperla dos veces;
la copa coronada con el último sorbo, excepto
la última alucinación,
en esta contorción por la mañana sobre la cual se vence
porque los espejos en los muros son definitivos
y no hay golfas.
La estridencia, el desplomo de la madrugada, lo nebuloso,
confunden que frente a la mesa casi vacía
está Julieta, hermosa, no debilitada,
articulando: ya vamos, ya vamos
con una actitud de amor que Romeo suele extrañar
(Renato Rivadavia: veintinueve años, lector de tragedias inglesas, alcohólico social).
Obstinación
- El paciente inglés -
Lo artificial perdura nítidamente
en la claridad de alguna fiesta que Romeo busca
para otra alteración del ser.
Las golfas de piel intacta
se reparten por igual en salones uniformes.
La luz escarpada corresponde a una maldición de plenilunio.
La luz en las alturas absorbe a cada noctámbulo
como una esperanza, como aguardar la esperanza
con el cigarrillo en los labios,
desde el humo diluyendo espectros
que el vino ayuda a deformar
hasta el origen de Luciérnagas en confusión con los ojos
de alicaídos caminantes,
hasta estampidas de hacedores de estética silvestre al bailar,
hasta puertas que se cierran con golpes tan fuertes
como la muerte y el amor por Julieta.
La música desvía el trastorno contenido de un bostezo
encarnado en la huella de este día ineludible.
La concepción de una tragedia no es siniestra:
se ama totalmente. Entonces
se esparcen los orígenes del hielo hacia los cuerpos,
se involucran bocetos de jolgorio, también contrastes:
aceleraciones y témpanos en los rincones.
Romeo ríe todavía, ríe
porque el amor le absuelve el vértigo al suspirar.
Los faros callejeros hacia él lo remontan a los dramas
(nunca en la pista menos agreste que conduce a verla).
Ahí sus intentos de caminar se yerguen
como un hito final de los ojos.
La noche se prolonga con escenografía de princesa.
Princesas duermen.
Y como secuelas de un grito borboritante,
el nombre de Julieta por los aires y Romeo
colmado de vocablos.
Sus palabras se han encendido con la lámpara.
Es el vino blanco lo blanco en sus palabras.
Una tormenta se aproxima de súbito presagio y fragor
hacia este mundo rígido de vidas paralelas.
Es la hojarasca en sus rodillas como espejo de otoño,
resonando demasiado.
Alrededor de él
un búho extiende revelaciones correspondidas
cuando Julieta evoca sus palabras:
no te amo, comprende, no te amo.
¡Si tan sólo las maldiciones de los búhos fuesen mentira
como la mentira del amor de los balcones!
¡Si tan sólo brillasen aureolas para salvar esta historia
como salvan a los santos paranoicos!
¡Si tan sólo el amor existiera en los bares
como existe en los manicomios!
Persiste el enigma de las coexistencias,
la sutil pregunta del amor desordenado:
se ausenta el limbo de los sueños.
Despierta un relámpago fijado en una apariencia
entre pistas inhóspitas y lo amorfo.
Se mojan los techos desgarrados: la luna pasa
al corazón de otra estancia.
Para Romeo, llueve y autollueve.
Sus párpados se adaptan al transcurso,
a la representación de un rastro y otro albor
se percibe por los callejones de las lágrimas siguientes.
Los gatos se dispersan entre falsos monstruos y Dios
existe menos.
Entonces, las alucinaciones toman la figura de un hombre
en trajines que corresponden a extravíos,
y en respuesta a la oscuridad, Romeo vuelve
al silencio de la historia o al monólogo interior más bello
o al verdadero idealismo.
El semáforo cambia para nadie. Y en él se suceden
todos los posibles pasos que no andan satisfechos.
Después de esta noche, se aguarda el cielo si es que alguien
lo recuerda entre la nada: lo común
en lo extraordinario.
Aún confundido,
busca la Luna de otro tiempo y articular en otro tiempo poemas
en la boca y el espacio, pues retornan castos.
La vereda resbala como el rocío en aquella hoja que cayó.
Romeo ha vuelto a un bar, otra vez hostilizado por sí mismo,
para despertar de nuevo a sus múltiples maneras de olvidarla:
historia cercenada por la madrugada esculpida para el llanto.
Historia descrita por los grillos e indigentes:
narradores fieles de la ciudad perdida
en las riberas de las vías nocturnas.
Él pierde lo estricto de una dulzura que falla,
pierde la contemplación de Julieta cuando transcurre el tiempo
y no hay salidas transparentes
excepto el vino blanco de las lejanías sin ella.
Ni con la paciencia sutil de una garúa ni con la impaciencia,
Romeo consigue inspirar su ser,
mientras el vino ausenta la razón de estar vivo.
Las caravanas multiformes se agitan
sobre las limitaciones de sus piernas.
La música regresa el aire esclavo de estas paredes sin infancia
como descubrir que no hubo vida, más que la de otros.
En el canto se deshace el aliento de los ebrios
y puede Romeo devolverse el contenido,
conversar con su otro yo,
con el ser del augurio soberano o de las mitologías.
Entre cantos mañaneros que disuelven los sentidos
cabe ese especial origen de otro día,
mientras él intenta estrujar la copa sin romperla dos veces;
la copa coronada con el último sorbo, excepto
la última alucinación,
en esta contorción por la mañana sobre la cual se vence
porque los espejos en los muros son definitivos
y no hay golfas.
La estridencia, el desplomo de la madrugada, lo nebuloso,
confunden que frente a la mesa casi vacía
está Julieta, hermosa, no debilitada,
articulando: ya vamos, ya vamos
con una actitud de amor que Romeo suele extrañar
cuando amanece.
POESÍA LONARDIANA
(Leonardo Lonardi: veintisiete años, desterrado de su ciudad por asuntos de revolución política, primer hijo entre dos hermanos, bibliófilo).
Desintegración de la huida
I
Con Rita lejos la ciudad se vulnera en un pensamiento, cuando a la escritura me aferro con la última luz del poste. Las calles sin Rita son laberintos. Los laberintos sin ella son excusas de soledad. Sin ella, permanecer en silencio es construir figuras, es condensar la creencia de lo Absoluto en una calle de figuras, es dulcificar la traición de una luz por apagarse. Pero no hay callejón donde la escritura me maldiga. Y no hay anochecer escrito que defina un alfabeto. Y no hay más creación inútil que la duda de encontrarla algún día. La escritura es el límite del hombre cuando la autodestrucción desaparece. La escritura, lejos de la piel de Rita, conmueve como adjetivar a Dios para definir el contexto. Pues mi cuerpo etéreo se vuelca entre la niebla para escapar de lo evidente, pero la lógica del Amor es quedarme en lo evidente, es reencontrar a Rita con la misma crueldad con que se fue: sin despedirse.
II
Tu última carta, Rita, tu última voz raída del invierno. Tu sombra extendida en mí: alborotada en todos los pasadizos. Ajena mujer de pasadizos secretos dime en esta carta que no es tu última carta, aclárame las letras hasta poder verlas sin miedo, y las letras que son enemigas sagradas, no las cortes porque son vidas clavadas en mi pecho. Y tu ausencia que está enraizada se condena a un muro con tu nombre. Es natural que yo ocupe un sitio en el mundo donde no estés y pedazos de lecciones aprenda con tu carta. Pero siempre ocuparé un sitio donde no estés. Todos ocuparán un sitio solitario dentro de su cuerpo, y dentro de mi cuerpo tengo una noción de ti, cuando el espacio que te pertenece no reconoce tu existencia. Una recóndita existencia, Rita, soy una recóndita existencia pensando en ti dentro de una lectura, con mi interior arrebatado, y tu carta tiene todas las rutas hacia él, las rutas desconocidas que acaban por descubrir el fraude de verte lejos. No tengo poder sobre tus cartas, llegan con el fracaso del Sol en mis ojos, después de leer lo que conozco como la única sensación que amo en una mesa.
III
En el manuscrito reconozco palabras mías y no sé si las palabras pueden ser mías: lo acepto, hay tardes ajenas como ésta cuando leo entre el barniz de una mesa cualquiera, cuando la profundidad está allí y no por dejar de leer me hastío: desconozco el corazón de las palabras y me amilano como si la hora faltara completarse. Debiera practicar el silencio y recorrer el libro como con las mujeres, protegerme con una lectura perfecta; pero siempre es el mismo barniz, la idea, el respeto a la idea y la historia de las tres de la tarde en la biblioteca: una hoja de historia en blanco que se consume con el tiempo tras de mí. Aunque nada se consume cuando reduzco las mujeres a una sola: Rita. Todavía hay partes de la vida que se reducen sin Literatura.
IV
Fuego. Gradas de madera que crepitan. Y una escena de Fuego comienza a desvanecerse entre lo amado -las ardientes ventajas de no morir-. Como no era un día deseado no era importante, pero el Fuego es el signo de morir con importancia. Yo que no deseo nada me es fácil vivir al lado del final. No existe el final. Es lo mismo en las gradas que aún quedaron.
Las cenizas son continuas transparencias de un ser que fue y el residuo del ser que todavía es, completamente. La puerta que nunca estuvo para auxiliarme, la puerta inexistente, la calle inexistente y las gradas que se quemaron para saber que temo escalar. Al pie de la ceniza estuve con bruma entre los párpados y quiero distinguir frases que acudieron en mi ayuda, pero una escena de Fuego comienza a desvanecerse y lo amado no está. Una franja separa el pasado y si es sólo pasado lo que amé entonces no amé nada. Me confundo con todas las decisiones, las salidas, los rumbos; y todas las confusiones ligadas al Fuego son cenizas.
V
Nada en la poesía -cada quien con su tortura- y en la poesía sólo hay luz para mentes alejadas de la Tierra, aparte de eso, sólo hay nada: el dolor en la nada es transparente. La nada es menos común que la realidad, es más firme que los mitos y las mentiras, para despejar desde su vertiente los farsantes faros del destino, para señalar el fango que es obra de la realidad, y el fango, unido a todo lo demás, se hace todo lo demás, se hace lo que no debía existir pero existió, se hace la palabra fango fuera del fango. Ahora estoy en la nada que existe, en la nada de la poesía que es como la palabra fango en la eternidad. Y la nada causa todas las preguntas de la muerte, cuando se demuestra su producto en el espejo.
VI
El retrato roto en el suelo y una mancha. Y una pelea entre vidrios en mis manos. El retrato roto y la pantalla rota de mi frente como punto de dolor. Un tragaluz tapado en mi cabeza, cortado en mi cabeza y una mancha indeleble pegada en mi recuerdo y una mancha de frío, constante. Un agujero posee el Tiempo entonces sé que el tiempo lo tengo y no importa cuándo sanarán mis manos. Las peleas apresan porque van congeladas en la palma y en la ventana se olvidan con el Sol. El recuerdo se controla como la voluntad de los ángeles y el retrato colapsa para permitirme existir desde una herida.
VII
(Leonardo Lonardi: veintisiete años, desterrado de su ciudad por asuntos de revolución política, primer hijo entre dos hermanos, bibliófilo).
Desintegración de la huida
I
Con Rita lejos la ciudad se vulnera en un pensamiento, cuando a la escritura me aferro con la última luz del poste. Las calles sin Rita son laberintos. Los laberintos sin ella son excusas de soledad. Sin ella, permanecer en silencio es construir figuras, es condensar la creencia de lo Absoluto en una calle de figuras, es dulcificar la traición de una luz por apagarse. Pero no hay callejón donde la escritura me maldiga. Y no hay anochecer escrito que defina un alfabeto. Y no hay más creación inútil que la duda de encontrarla algún día. La escritura es el límite del hombre cuando la autodestrucción desaparece. La escritura, lejos de la piel de Rita, conmueve como adjetivar a Dios para definir el contexto. Pues mi cuerpo etéreo se vuelca entre la niebla para escapar de lo evidente, pero la lógica del Amor es quedarme en lo evidente, es reencontrar a Rita con la misma crueldad con que se fue: sin despedirse.
II
Tu última carta, Rita, tu última voz raída del invierno. Tu sombra extendida en mí: alborotada en todos los pasadizos. Ajena mujer de pasadizos secretos dime en esta carta que no es tu última carta, aclárame las letras hasta poder verlas sin miedo, y las letras que son enemigas sagradas, no las cortes porque son vidas clavadas en mi pecho. Y tu ausencia que está enraizada se condena a un muro con tu nombre. Es natural que yo ocupe un sitio en el mundo donde no estés y pedazos de lecciones aprenda con tu carta. Pero siempre ocuparé un sitio donde no estés. Todos ocuparán un sitio solitario dentro de su cuerpo, y dentro de mi cuerpo tengo una noción de ti, cuando el espacio que te pertenece no reconoce tu existencia. Una recóndita existencia, Rita, soy una recóndita existencia pensando en ti dentro de una lectura, con mi interior arrebatado, y tu carta tiene todas las rutas hacia él, las rutas desconocidas que acaban por descubrir el fraude de verte lejos. No tengo poder sobre tus cartas, llegan con el fracaso del Sol en mis ojos, después de leer lo que conozco como la única sensación que amo en una mesa.
III
En el manuscrito reconozco palabras mías y no sé si las palabras pueden ser mías: lo acepto, hay tardes ajenas como ésta cuando leo entre el barniz de una mesa cualquiera, cuando la profundidad está allí y no por dejar de leer me hastío: desconozco el corazón de las palabras y me amilano como si la hora faltara completarse. Debiera practicar el silencio y recorrer el libro como con las mujeres, protegerme con una lectura perfecta; pero siempre es el mismo barniz, la idea, el respeto a la idea y la historia de las tres de la tarde en la biblioteca: una hoja de historia en blanco que se consume con el tiempo tras de mí. Aunque nada se consume cuando reduzco las mujeres a una sola: Rita. Todavía hay partes de la vida que se reducen sin Literatura.
IV
Fuego. Gradas de madera que crepitan. Y una escena de Fuego comienza a desvanecerse entre lo amado -las ardientes ventajas de no morir-. Como no era un día deseado no era importante, pero el Fuego es el signo de morir con importancia. Yo que no deseo nada me es fácil vivir al lado del final. No existe el final. Es lo mismo en las gradas que aún quedaron.
Las cenizas son continuas transparencias de un ser que fue y el residuo del ser que todavía es, completamente. La puerta que nunca estuvo para auxiliarme, la puerta inexistente, la calle inexistente y las gradas que se quemaron para saber que temo escalar. Al pie de la ceniza estuve con bruma entre los párpados y quiero distinguir frases que acudieron en mi ayuda, pero una escena de Fuego comienza a desvanecerse y lo amado no está. Una franja separa el pasado y si es sólo pasado lo que amé entonces no amé nada. Me confundo con todas las decisiones, las salidas, los rumbos; y todas las confusiones ligadas al Fuego son cenizas.
V
Nada en la poesía -cada quien con su tortura- y en la poesía sólo hay luz para mentes alejadas de la Tierra, aparte de eso, sólo hay nada: el dolor en la nada es transparente. La nada es menos común que la realidad, es más firme que los mitos y las mentiras, para despejar desde su vertiente los farsantes faros del destino, para señalar el fango que es obra de la realidad, y el fango, unido a todo lo demás, se hace todo lo demás, se hace lo que no debía existir pero existió, se hace la palabra fango fuera del fango. Ahora estoy en la nada que existe, en la nada de la poesía que es como la palabra fango en la eternidad. Y la nada causa todas las preguntas de la muerte, cuando se demuestra su producto en el espejo.
VI
El retrato roto en el suelo y una mancha. Y una pelea entre vidrios en mis manos. El retrato roto y la pantalla rota de mi frente como punto de dolor. Un tragaluz tapado en mi cabeza, cortado en mi cabeza y una mancha indeleble pegada en mi recuerdo y una mancha de frío, constante. Un agujero posee el Tiempo entonces sé que el tiempo lo tengo y no importa cuándo sanarán mis manos. Las peleas apresan porque van congeladas en la palma y en la ventana se olvidan con el Sol. El recuerdo se controla como la voluntad de los ángeles y el retrato colapsa para permitirme existir desde una herida.
VII
El tren que me arrebatará de la ciudad es el fondo de una distancia oculta, el fondo de mi despedida, lo concreto más allá de lo abstracto. Y la ciudad que tiene rincones abstractos no parte conmigo, aunque compruebe lo contrario, aunque en cada pensamiento no me lleve este espejismo cercano al recuerdo corto. Todo es corto en la memoria y si vuelve, nada está igual: algo que me recuerde a la ciudad, algo que contradiga lo dicho, o la libertad que siempre quise encontrar en los bares o el contacto con la historia que nadie cree o el caso perdido de un poema. Me despido porque la lucidez contamina, porque escribo a tientas, porque el tren desaparece, porque el hasta siempre, de siempre, es una estafa conspirada por la cárcel.
POESÍA OCTAVIANA
(Octavio La Torre: veintiún años, optimista, mujeriego, huérfano).
Lady Chatterley
Si por los andenes de la ciudad cayera nieve
habría camino en las palabras y la villa,
camino inexacto entre la nieve y el refugio
de los amantes que somos.
Iría con un refrán al modo del que anda:
corazón seducido, cuerpo esclavo.
Te hallaría fumando en el cenáculo
con nóminas de humo entre tus gestos.
Y en ese secreto de encontrarte, Lady Chatterley,
me hablarías de un Clifford sin silueta,
sin su sombra siquiera en la pared.
Habría una canción de Serrat en el fondo del viento.
Creeríamos en lo angosto de los ojos
cuando culpamos al pecado,
cuando nuestros espíritus no retornan por sus carnes.
Si al encontrarte y sentir que no sueñas
confiaría en tus pasos hasta mí
y con otra canción de Serrat se iniciaría tu sueño
tan blando como la nieve a tus espaldas.
Así oscilaríamos los besos en la hora portentosa
dejando el rastro lejos de las calles,
lejos la vida normal esparcida en nuestros cuerpos
para tratar de completar lo incompletable.
Otra versión
Hacia Orión partió a medianoche
por los recodos del arroyo.
Caía la fe de una estrella en su cabeza.
Partió sospechando del canto de los búhos:
el sonido del peligro como predican los ancianos.
Apostó por los atajos de los náufragos corrientes
entre la hojarasca grismente enmarcada.
Se llenó los bolsillos de mendrugos y decía:
¡hambre de vencedores en cadena!
Huyó de los lobos entre la greda
y pasó de forastero entre la bruma.
Por el sendero hacia Orión le lastimaron las espinas,
que cedían su espacio, su profundidad,
y entre tanto aguijón husmeaba los caminos más cortos:
Beatriz podría por fin amarlo.
Autenticidad de la senda
Cuando todos los caminos conducían a tu alcoba
y las escaleras se dilataban
para no lograr emigrar de tu casa,
entonces regresaba
y no había una coartada fija entre nosotros.
Los puentes al exterior desaparecían.
Lograbas parecerte al infinito:
(Octavio La Torre: veintiún años, optimista, mujeriego, huérfano).
Lady Chatterley
Si por los andenes de la ciudad cayera nieve
habría camino en las palabras y la villa,
camino inexacto entre la nieve y el refugio
de los amantes que somos.
Iría con un refrán al modo del que anda:
corazón seducido, cuerpo esclavo.
Te hallaría fumando en el cenáculo
con nóminas de humo entre tus gestos.
Y en ese secreto de encontrarte, Lady Chatterley,
me hablarías de un Clifford sin silueta,
sin su sombra siquiera en la pared.
Habría una canción de Serrat en el fondo del viento.
Creeríamos en lo angosto de los ojos
cuando culpamos al pecado,
cuando nuestros espíritus no retornan por sus carnes.
Si al encontrarte y sentir que no sueñas
confiaría en tus pasos hasta mí
y con otra canción de Serrat se iniciaría tu sueño
tan blando como la nieve a tus espaldas.
Así oscilaríamos los besos en la hora portentosa
dejando el rastro lejos de las calles,
lejos la vida normal esparcida en nuestros cuerpos
para tratar de completar lo incompletable.
Otra versión
Hacia Orión partió a medianoche
por los recodos del arroyo.
Caía la fe de una estrella en su cabeza.
Partió sospechando del canto de los búhos:
el sonido del peligro como predican los ancianos.
Apostó por los atajos de los náufragos corrientes
entre la hojarasca grismente enmarcada.
Se llenó los bolsillos de mendrugos y decía:
¡hambre de vencedores en cadena!
Huyó de los lobos entre la greda
y pasó de forastero entre la bruma.
Por el sendero hacia Orión le lastimaron las espinas,
que cedían su espacio, su profundidad,
y entre tanto aguijón husmeaba los caminos más cortos:
Beatriz podría por fin amarlo.
Autenticidad de la senda
Cuando todos los caminos conducían a tu alcoba
y las escaleras se dilataban
para no lograr emigrar de tu casa,
entonces regresaba
y no había una coartada fija entre nosotros.
Los puentes al exterior desaparecían.
Lograbas parecerte al infinito:
me demoraba tanto en soltarte
que podría haber un día entero
que podría haber un día entero
dentro de una noche entera.
Íbamos quedando en los sillones de tu alcoba,
en tu cama; por la salida más cercana al infinito
me detenía, cortando caminos en tu boca.
Había un tiempo donde amábamos nuestro Tiempo
Íbamos quedando en los sillones de tu alcoba,
en tu cama; por la salida más cercana al infinito
me detenía, cortando caminos en tu boca.
Había un tiempo donde amábamos nuestro Tiempo
ciegamente estáticos.
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