miércoles, 16 de julio de 2008

William Smith: Ferreñafe-Perú

Dicen
A: Nicolás Hidrogo, El Hacedor

Dicen que sólo puede comparársele con un ensueño.
Que lleva el cabello largo, negro, brillante,
tirado hacia atrás, bordeándole
la cintura.

Dicen que su cuerpo es perfecto, más aún que una constelación
de estrellas
dispuestas, con las manos, sobre el firmamento despejado,
y que, al caminar, sus formas adquieren el acorde
del viento en la playa o el sentido del deseo
en la noche.

Dicen que su rostro es blanco, sereno y firme,
y sus ojos de naturaleza reposada y misteriosa,
cuyo fulgor incandescente causa el delirio
en los hombres y la infelicidad
en las mujeres.

Dicen que puede hallársele en la estación de autobuses,
en los teléfonos públicos, en los bares solitarios,
en las afueras de la ciudad, vagando,
insomne,
las carreteras abandonadas, y que sólo vasta con mirarle
a los ojos nítidos para, en un solo instante,
sucumbir.

Dicen que se nos queda mirando muy quedamente, muy
silenciosamente,
como buscándonos en algunos de sus recuerdos
inmemoriales, o en el intento, banal, de salvarse de todos
sus olvidos.

Dicen que, para ese momento, todo acto de resistir
es absolutamente falaz y, consiguientemente,
innecesario.
Y que, entonces, puede tomarnos de la mano y,
sin más ni más, adentrarnos en un mundo de enajenación
y fantasía.

Dicen que, ya a su flanco, un sosiego de río en calma
desborda los sentidos, y un perfume de cipreses
precoces
se impregna en la piel, y que, en medio de la noche inmensa
o la madrugada advierta, sólo se puede escuchar su voz de eco
a la distancia.

Dicen que, para entonces, la pasión de sus besos
nos retiran a un lugar de arrobo o irrealidad,
donde el amor es un hálito que petrifica el ánima,
y las lágrimas las únicas exhalaciones
posibles.

Dicen que, a esa altura de la noche y su acercamiento,
el calor de su cuerpo es como un bosque ahíto
de esencias fragantes, que devastan
el entorno
y asolan la sensatez, y sus caricias, de amante emancipada,
nos sumen en un espejismo de vigilia
y seducción.

Dicen que, para entonces, ya nada se puede hacer.
Que sus senos de almíbar nos colman de dicha infinita
y sus muslos de amalgama rebasan
la perfección,
y que, para aquel momento, ya el miedo es una vieja
canción que se pierde, como un auto que se aleja
sobre la carretera dormida o encima de los antiguos
puentes derruidos del andurrial
de la ciudad,
y que, su amor, sobresaltado y aciago, es una exultación
inmensa que cuece la sangre e infesta
el corazón.

Dicen que, entonces, sus manos ascienden mansamente
hasta el escote.
Dicen que, entonces, su fuerza es el de un arresto
indomable.
Dicen que, entonces, son absolutamente inmunes
su avidez e impiedad, y que, por eso, todos los días,
tantos cuerpos amados y acéfalos suelen irrumpir
los caminos deshechos, lluviosos, recién
amanecidos.

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