La realidad real es tan espantosamente malévola que a nuestra alma se la ha condenado a una insoportable aflicción. Somos criaturas perversas, cuyos inmundos latidos envilecen hasta los inviolados aposentos del cielo. La maldad se ha enseñoreado de la esencia de nuestro afrentado corazón. La inconsolable tribulación se nos ha ahondado tanto que hasta las remotas elegías del universo resuenan, de manera inmisericorde, en nuestras dolientes memorias. Los recuerdos profundamente laceran, desgarran estas vacuas honduras que, obscenamente, nos constituyen. ¿Para qué existimos, entonces? No lo sé, sinceramente. La reinante maledicencia del mundo, en esta omnipotente incredulidad que cada día que pasa nos despoja la ridícula esperanza, nos ha pervertido el redimible discernimiento.
En medio de estas oscuras sensaciones me cayó, de repente en las manos, este relato fantástico. Y lo que hace la escritora es trasfigurar la realidad real -con su desbordante imaginación- hacia una realidad verbal contrariada por fuerzas malignas (esas malditas potestades y entenebrecidos principados testimoniados en el libro sagrado) que se encarnan en Flot, Oxofo, Yatkov, Alasko y esos temibles troles.
Este relato logra, entre otros artilugios técnicos, su sustancia estilística porque se instrumenta una suerte de hibridación discursiva, consistente en apropiarse de referentes que palpitan en el contexto de la región y situarlos dentro de un espacio ficcional inaudito.
En suma, esta obra narrativa le ha conferido a mi alma literaria –durante su lectura- un meditabundo sentido vital; puesto que la trama sentencia, finalmente, el eterno enaltecimiento del Bien. Experiencia que espero que, en sus primigenios lectores, conmueva sus esferas más inefablemente humanas.
En medio de estas oscuras sensaciones me cayó, de repente en las manos, este relato fantástico. Y lo que hace la escritora es trasfigurar la realidad real -con su desbordante imaginación- hacia una realidad verbal contrariada por fuerzas malignas (esas malditas potestades y entenebrecidos principados testimoniados en el libro sagrado) que se encarnan en Flot, Oxofo, Yatkov, Alasko y esos temibles troles.
Este relato logra, entre otros artilugios técnicos, su sustancia estilística porque se instrumenta una suerte de hibridación discursiva, consistente en apropiarse de referentes que palpitan en el contexto de la región y situarlos dentro de un espacio ficcional inaudito.
En suma, esta obra narrativa le ha conferido a mi alma literaria –durante su lectura- un meditabundo sentido vital; puesto que la trama sentencia, finalmente, el eterno enaltecimiento del Bien. Experiencia que espero que, en sus primigenios lectores, conmueva sus esferas más inefablemente humanas.
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