martes, 10 de agosto de 2010

Cuento "Destinos" del joven narrador Juan Benavente (Lima, 1994)


Después de leer la carta, el sudor y la lágrima se confundieron. La desazón cayó de un certero golpe en el semblante adusto del joven.

- ¡Alfredo Zapata! – Llamó enérgicamente el gendarme interrumpiendo una larga oración. Ojeroso por no haber dormido las últimas setenta y siete horas, aprovechó al máximo para reflexionar sobre la vida y la muerte. Entre dientes llegó a envidiar.

- Ésta sí es una pareja inseparable…

Cuántas cosas bellas habían pasado, cuántas cosas feas también; pero al fin y al cabo sentíase atraído hacia un mejor futuro - …y por qué tuve que ser yo – se preguntaba insistente.

Mientras camino al cadalso, iba pensando en las cosas más importantes que le sucedió. Su arrepentimiento era tardío cuando ya la suerte estaba echada. Trató en vano de calmarse pero sus nervios lo traicionaban, recordando las cosas que no hizo cuando pudo.

Pasaba entre los curiosos que arremolinados se encontraban en sus celdas tratando de verlo, infinidad de rostros, unos acusándolos y otros con lastimeras miradas. Pasaba entre ellos, tratando de recoger con ansias algún perdón de algo que realmente no cometió; solo, bajo el oscuro manto de la tortura se autoinculpó. Ya era tarde. A cincuenta metros del tabladillo levantado, el final siniestro. Cada paso significaba una oportunidad, sólo eso y como es natural también aumentaba su desesperación. Estaba por reventar tal vez en un desgarrador grito o algo parecido. Viose hundir más y más. No le importaría morir así o en cualquier forma si fuera como un héroe, aclamado por multitudes; hoy sin embargo va camino a la parca por un delito común, cabizbajo y repudiado. Se dirigía trémulo sin poder evitarlo. La gruesa soga ya le rozaba la fibrosa nariz.

Un grito ensordecedor quebró drásticamente el silencio coloquial, muy personal.

-¡Guardia Zapata!

Despertó sobresaltado, miró alrededor con los ojos desorbitados. Tomó con rapidez su fusil y sudoroso con inusitada alegría se dirigió al oficial.

- Gracias capitán, me salvó la vida.

El oficial sin inmutarse ni la intención de entender, terminó ordenando.

- ¡Alístese y lleve al condenado frente al pelotón!

Tomó el brazo del hombre, éste encontrábase con los ojos vendados y descalzo. Transpiraba copiosamente y el guardia Zapata con un inmenso dolor cumplía la orden y mientras caminaban hasta el lugar señalado a cincuenta metros aproximadamente el sentenciado a muerte con apagada, trémula voz y en actitud de ruego le pidió insistente:

- Por favor… en… mi celda dejé una carta. Es para mi hermano, quiero que me hagan justicia no importa después de muerto… por favor… confío en usted.

Los sobresaltos del guardia Zapata se repitieron hasta cuando cumplió con el encargo. Aún esperaba despertar.

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