lunes, 5 de septiembre de 2011

“Q.E.P.D. el cuento hispanoamericano: Sobre la paulatina desaparición de un género” – Por: Gustavo Faverón Patriau


En la narrativa latinoamericana, y también en la española, el último par de décadas ha sido un tiempo de obras relativamente menores. Incluso la mayoría de aquellos escritores relevantes que han producido la mayor parte de su trabajo creativo durante esos años, lo han hecho, me parece, casi siempre, en clave menor.

Con excepciones notorias, las más obvias de las cuales son la narrativa de autores como Roberto Bolaño, Ricardo Piglia, Antonio José Ponte, Diamela Eltit, Javier Marías o Mario Levrero (pero dos de esos escritores están ya muertos), las novelas del mundo hispano se han vuelto cada vez más y más simples, menos aventuradas, más lineales, menos experimentales, más estandarizadas, menos ambiciosas y más previsibles.

Mucho tienen que ver en eso los estándares del mercado editorial, que, además de empujar a los novelistas (con su muy frecuente complacencia) hacia un terreno siempre conocido y casi nunca problemático, han hecho otra cosa, quizás incluso más grave: casi han aniquilado los libros de cuentos, que en décadas pasadas conformaron uno de los notorios centros del canon latinoamericano.

Autores como Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Clarice Lispector, Juan José Arreola o Julio Ramón Ribeyro concentraron la mayor parte de su talento en ese género, empujándolo en direcciones impensadas, abriendo regiones enteras de la experiencia latinoamericana en esas pequeñas vetas de originalidad y de inteligencia y atrevimiento estético que fueron sus libros cruciales.

No creo equivocarme al decir que en los últimos veinte años no hay una sola colección de cuentos nueva que haya resonado en el canon de esa manera, y eso, creo, se debe a que la exigencia de relativa simplicidad del mercado editorial no se refiere simplemente a evitar las grandes novelas monumentales y abarcadoras que marcaron la tradición latinoamericana durante casi todo el siglo veinte, sino, además, a evitar también la producción frecuente de pequeños libros complejos, hechos de pequeños relatos complejos, que no resultan nunca tan vendedores como una novela de consumo relativamente sencillo.

Incluso los escritores consagrados saben perfectamente que ninguna editorial invertirá tanto en promocionar un libro de cuentos como en promocionar una novela potencialmente exitosa, y la consecuencia de eso es, o bien la escasa producción y la circulación casi fantasmal de libros de cuentos que son inmediatamente vistos como marginales dentro de la obra de sus autores, o bien la simple resignación de los autores a no experimentar en el género en lo absoluto.

La gran excepción, claro, es Brasil, donde un autor como Rubem Fonseca puede con entera libertad construir una carrera creativa crucialmente centrada en la narración breve. Pero Brasil es un mundo aparte. En Brasil, maravillosa y sorprendentemente para el mundo latinoamericano, editoriales como Alfaguara publican, en las mismas colecciones donde aparecen las novelas más exitosas, no sólo colecciones de cuento sino incluso colecciones de poesía, que encuentran respuestas positivas del público lector.

No tengo los elementos de juicio para explicar por qué los brasileños no tienen que sufrir viendo que ramas enteras de su tradición desaparecen como producto de políticas editoriales miopemente mercantilistas. El hecho es que no ocurre: los poetas y cuentistas brasileños no tienen que renunciar al relativo éxito comercial como producto de los lineamientos de las casas editoras transnacionales; pero el resto del mundo hispano, en su mayor parte, sí.

¿Será que esas políticas editoriales acabarán por exterminar la tradición del cuento hispanoamericano, arrimándolo primero (como ya ocurre) a la marginalidad, y luego abismándolo a la extinción? ¿Será que la mayoría de los narradores de lengua hispana no pueden concebir una carrera literaria que no goce de cierto éxito comercial y, por tanto, están dispuestos a aceptar que esas políticas gobiernen tan determinantemente sus elecciones creativas?

Jorge Luis Borges cuenta que, tras la publicación de sus primeras obras, cuyo número de ejemplares vendidos, en la primera edición, no solía pasar de las dos cifras, él mismo iba a los cafés, entraba subrepticiamente en los clósets y colocaba en los abrigos de ciertas personas copias de sus libros, pues lo que le interesaba no era la cantidad, sino la calidad de los lectores y de la respuesta de los lectores.

Esa ética de la creación, que busca más la alimentación y la retroalimentación del debate que el éxito comercial, parece extraviada para siempre entre nosotros (hoy los autores suelen buscar críticas inmediatas y positivas que puedan luego colocar en un dossier y que promuevan las ventas lo antes posible). Y en esa ruta, géneros clave, como el cuento, parecen empezar a esfumarse.

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