Cuando a finales de los ochenta del siglo recientemente pasado me picó el alma el bichito de la poesía, una perturbación verbal se desbandó de una manera irrefrenable, y entonces comencé a excretar sobre el papel en blanco, una caótica multitud de desbordes, tanto emocionales como viscerales.
Los insumos del poeta para mí, en aquellos albores de mi derrotero literario, eran exclusiva y fanáticamente los sucesos que le acontecen al escritor; trasvasaba al espacio textual las fácticas vibraciones que golpeaban, confiriéndole una singular configuración, mis soportes vitales.
Escribí mis dos primeros poemarios, aprovisionado de dichas e ingenuas convicciones. Poemarios embarazados de formales irregularidades, carentes de una armazón unitaria, desprovistos de plurales procedimientos de construcción; pero eso sí, extremadamente cargados de tensiones que proveían a los cuerpos verbales de febriles resonancias, propias de los tráfagos respiratorios que conforman nuestras cotidianidades.
Hasta que apareció, con sus deslumbrantes estructuraciones novelísticas, Vargas Llosa. Entonces se produjo el punto de quiebre en la manera cómo debería asediar, a partir de ese decisivo hallazgo, la construcción de mis textos. Ni más escribí sólo ateniéndome a mis impulsos vitales. Asumí la premeditación discursiva: A priori eslabonaba la temática, disgregándola en específicas cuestiones a fin de trazar un hilo conductor, donde cada poema formalizado tenía necesariamente que (como micro-capítulos sucediéndose) vincularse correlativamente con los subsiguientes, con el deliberado propósito de corporeizar un entramado que le confiera unidad al universo representado.
Y no solo eso: También, con antelación, esbozaba qué enunciadores verbales iban a delinear ese mundo volcado sobre las superficies ficcionales, qué sujetos pronominales asumirían ese hacedor rol. Comencé, además, a documentarme, a leer sobre el contenido a poetizar; cientificé de alguna manera, y para el resto de vida que me queda, mis abordajes discursivos; corregí como un incurable obseso todo lo que engendraba, incorporaba ensamblajes propios de dinámicas narrativas, desembocando hacia un ejercicio metapoético que implicaba inmiscuirme en la teorización sobre la poesía mientras poetizaba sobre la página en blanco, edificando poemas químicamente librescos e imponiéndome una asidua disciplina que consiste, entre otras implicancias, en no esperar a que me visite la inspiración, sino forzar la escritura porque es la hora de hacerlo.
Vargas Llosa marcó mi vocación literaria, porque no solamente forjó un formidable magisterio de cómo escribir sino, también, cómo se debe asumir seriamente la vida de escritor.
Sullana, 10 de octubre de 2010.
1 comentario:
Me pareció sumamente interesante este espacio. Soy estudiante de letras y amo la literatura que es,a la vez, mi perdición. Saludos desde Tucumán, Argentina.
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