LA BRÚJULA DE LOS MURCIÉLAGOS
Tulio Mora
Mario Morquencho (piurano, de 28 años) es un caso atípico porque estudia una carrera científica en la UNI y escribe poesía. Los hay sin duda (Armando Arteaga, por ejemplo, es arquitecto), pero eso no invalida la primera sorpresa sobre su predisposición creadora. La segunda es que sus poemas de “Ciudadelirio”, publicado por Sol Negro, no están invadidos de lo que podríamos llamar una “deformación profesional”, como resultado de la influencia de su carrera, sino que fluyen más bien con el instinto de los sentidos. Desde el primer poema, “Ciudad”, que él concibe más bien desde la perspectiva de los cerros (o sea desde la periferia) que rodean la metrópoli, ya alude a “palabras-murciélago”, es decir al animal ciego que sólo puede orientarse por el sonido que emite un radar, para deambular por los dos lados de un solo mundo -la ciudad- y escribir sobre el inevitable contraste, aunque para ello recurre más bien a la imagen, al registro visual como un cronista que quisiera reproducir los más insólitos detalles de un lugar que le ocasiona el delirio, el frenesí y contra los cuales no puede combatir, solo testimoniar.
Me interesa el neologismo polisémico “Ciudadelirio” porque encuentro en él hasta tres significados: el más obvio, que estamos frente a un texto-testimonio sobre la megaurbe (la crítica colombiana Consuelo Hernández menciona que la poesía latinoamericana casi inevitablemente es una escritura de la experiencia), sobre la que declara que aún no se acostumbra a ella (Morquencho vive en Lima desde hace cuatro años); el segundo, que intenta encontrar una hoja de ruta catártica frente al caos visual, al inmovilismo, a la indiferenciación de los rostros robotizados, automatizados, en un ensimismamiento que paradójicamente, a la vez que los reúne en una masa sin forma, es también un ajenamiento, una extrañeza y entonces el protocolo de la relación entre extraños y privados nace de la desconfianza.
Pero el tercero suma un elemento geográfico (el río), estamos hablando del Rímac, claro está, como otro símbolo de la bipartición espacial. Precisamente uno de sus poemas lleva ese título y lo que le sorprende, a un hombre habituado a la extensión inabarcable del mar, es que, como la ciudad que el río atraviesa, estamos ante un afluente que ni siquiera resiste la muerte: “¿Suicidarse desde allí? (se refiere al puente) -¡ni loco!”- y que si hubiera peces en esas aguas sufrirían cadena perpetua. Para Morquencho, otro hijo de Vallejo, este río “nos aborta/ hacia el vómito infinito/ de Dios”.
Un texto que ha optado por la regurgitación de la experiencia, por la expulsión orgánica de lo que asimila diariamente a través de los sentidos, no facilita a un lector clásico que quiere encontrar en la poesía la polémica belleza, sino más bien la empatía por lo atroz, por el horror y por lo grotesco. En buena cuenta los poemas de Morquencho podrían calificarse como un recorrido por la feria de la miseria que nos ha paralizado a los habitantes de Lima (me remito al poema “Stop”) y de la que solo quisiera dejar como testimonio la palabra.
Derek Walcott, ese poeta caribeño extraordinario, escribe en alguna parte de “Omeros” que los in-significantes, los invisibilizados por el poder y las asimetrías sociales, no tienen memoria de su pasado y si la tienen está deformada por la historia oficial. Por eso mismo, sus emisores asumen la escritura como un deber (digamos con la misma actitud ética, casi desesperada, de un Huamán Poma de Ayala) para capturar la escritura y convertirla en el instrumento de su testimonio (Morquencho compara a la poesía como un grafitti en una pared) en su tránsito no muy confortable por la vida.
Es lo que ha hecho este poeta que tiene en la primera parte de “Ciudadelirio” varios poemas de una factura muy consistente, como “La siete tres” (el número de un vehículo de una línea de transporte público) a través de cuyas ventanas recorporiza esos rostros sin rostro “que llevan una ecografía de día lunes”; o “Cine”, un apunte muy breve, pero logrado, que a partir del detalle menos visible (los créditos de una película) logra extraer un mensaje filosófico, “como la vida que despierta/ y la otra que se duerme/ junto a la ventana cerrada a la fantasía”; o como su versión premeditadamente caótica de la memoria histórica que le suscita el famoso Parque Universitario, escenario ya clásico en la nueva poesía peruana, desde la conquista española hasta el fenómeno de la migración, del que Morquencho se siente uno más entre provincianos y que para distanciarse de esa uniformidad -en la pobreza, en la frustración- regresa a “resucitar” a su habitación.
El más notable es sin duda el poema en prosa “Asesinato en la calle Omicrón” que comienza explícitamente con el reconocimiento de no ser nada: “Lo he matado. Me he vengado de los meses de invisibilidad. De ser como cualquiera”. En este caso, ya extremo, la palabra-murciélago es un cuchillo y el asesinato un alegato contra todo el sistema que ha convertido a la vida en “una enfermedad extraña que se llama olvido”.
Creo que si Morquencho sigue esta ruta podría depararnos gratas sorpresas en otras publicaciones. “Ciudadelirio” aporta también en esta nueva poética que se inició en los 70 cuando el registro multitonal sobre la ciudad despertó a los satisfechos y silenciosos, a los orfebres de una belleza que no exteriorizaba a los nuevos sujetos sociales que iban poblando Lima y todo el país. Pero no hay una sola belleza, eso es lo que Morquencho vuelve a ratificarnos, como los poetas que lo preceden, desde Hora Zero, Kloaka, Neón, hasta los más jóvenes de este siglo. Lo que hay es una geografía brumosa e incierta por la que el poeta avanza con la brújula de los murciélagos.
LLEGAR A ESTE LIBRO ES SORPRENDER AL ABISMO (Y AL MUNDO) CON LA BOCA ABIERTA
Karina Valcárcel
Ciudadelirio es el primer libro de poemas de Mario Morquencho, 80 páginas que contienen 30 poemas de versos largos y títulos a veces más largos todavía. Pero Ciudadelirio no sólo es un libro de poemas, como Mario Morquencho no sólo es un autor más. Ciudadelirio es un mapa que se despliega a medida de su lectura, que nos muestra rutas diferentes para conocer la ciudad, sentados desde la silla que Mario ha procurado para nosotros.
Cuarenta pasos más tarde estamos acá, presentando su primer libro. Esta iniciativa que Mario tuvo de poner en la web sus escritos es en esencia el primer paso al libro que ahora tenemos entre nuestras manos, es la decisión de compartir con el mundo su forma de percibir, interpretar y asimilar la vida. Es el reflejo del ansia por publicar y conocer a personas con las cuales sentirnos identificados, lo que me parece totalmente saludable además de necesario. Mario empezó publicando en soportes virtuales, en la misma página donde yo colgaba mis poemas de los veinte años, fue un chico de esta página quien llevó a Mario a mi casa y con el que me disputo el título de Augusto Ferrando, pero Mario en el fondo sabemos que yo te descubrí y a quien diga lo contrario lo espero a la salida del bar para agarrarnos a botellazos. Conocí a Mario en el año 2006, en las reuniones del desaparecido o más bien travestido colectivo Heridita que en aquella época era integrado por 6 gatos. Yo estaba embarazadísima así que podríamos decir que eran seis gatos y medio.
Con Mario han sido muchas noches de caminata Quilqueña, ejercicios para escribir, reuniones domingueras, lonches improvisados, vino, cerveza, ron, pisco, recitales, charlas virtuales, confidencias y lecturas de amigos que están acá, presentes para celebrar y dispuestos a perder los órganos internos bebiendo poesía además del cañazo que seguro el amigo Jorge Flores ha traído camuflado en una botellita de pepsicola.
Es por esto que para nosotros significa tanto la publicación de este libro, de alguna forma hemos visto “crecer” a Mario y hemos compartido su gestación, aunque suene un poco gay, gestación que ha además ha sido larga e impaciente pero que finalmente nos ha traído una satisfacción enorme, el registro de su perseverancia en este mundo letrado y a veces traicionero.
Ciudadelirio está partido en tres: La ciudad, Sombras delirantes y Extracto de una noche Chaskera. La primera parte es un conjunto de textos que describen básicamente la ciudad de Lima, está el río Rímac, el parque Universitario, la siete tres y otros escenarios de la ciudad transformados por el autor, sin embargo no hablo de una descripción convencional, es la visión desencantada, pero sobre todo crítica e incluso protestante, rasgos que podemos distinguir en los versos del poema “A las afueras de una ciudad peruana”: (cito)
“Allá mueren miles
en los basurales de las afueras de la ciudad.
Tosiendo sangre
Tosiendo hijos
Tosiendo remordimientos.
Tras esa miseria se sienta en la costa
a dibujar algún sueño en la arena y preocupado
enciende un cigarrillo que humea año tras año (...)”
Y de forma más clara en el poema “Rímac” cuyo primer párrafo dice:
“Yo me molesto con la vida
-Y no sé por qué con ella –
Cuando paso el puente
y veo flotar cartitas de amor en heces por el río (...)”
Aquí se distingue otro rasgo de la poesía de Mario Morquencho, el sarcasmo con el que a veces sentencia y a veces aporta a la realidad, en “Parque Universitario” escribe:
“Crezco en calle tripulada de casonas
donde un loco es virrey en los rincones.”
Pero quizá el texto que mejor combine los dos rasgos ya mencionados sea “Asesinato en la calle Omicrón” que además está escrito en prosa, donde narra un asesinato y específicamente como el personaje se deshace del cuerpo envolviéndolo con páginas de periódicos:
“He optado por envolverlo con los periódicos pasados, envolver los restos, al cadáver cotidiano envolverlo con las noticias de la semana pasada, con el suicidio de ayer en un hostal perdido en la bruma de la madrugada en Lima, envolver sus extremidades con el abuso policial y la corrupción de los ministerios (...)”
Contrasta luego diciendo:
“Después de envolver al cuerpo como una estatua de papel periódico, como una obra de arte de lo que lees antes de ir al trabajo o lo que ves en las noches antes de dormir (...)”
Y finalmente nos esboza una sonrisa con estos versos finales que comparten el final de su venganza:
“El cuchillo en la mesa viste bermejo
y baila tango...
baila tango el muy pendejo.”
En “Sombras delirantes” el autor nos envuelve en una atmósfera misteriosa, paranormal y a veces nefasta, la muerte es el hilo conductor; este tema se evidencia en el poema “Rodillas muertas”, Mario escribe:
“Mientras mis ropajes caen
mis rodillas tiritan en oscuro pasacalle
donde cantando van las nuevas criaturas muertas del universo.”
Así como en el poema “Puerta” que nos deja con la sensación de un todo devastador:
“Quizá fue una estrella ambiciosa y caníbal
que devoró a los astros
arrasó con las galaxias y las vía lácteas
que nos consolaban
creció hasta tragarse la eternidad
y lo infinito”
Finalmente en “Extracto de una noche chaskera” se muestran dos cosas: primero la exploración del erotismo, que Mario realiza de manera cadenciosa, logrando versos impregnados de basta sensualidad:
“Tu blusa despliega las alas
y vuela en los instintos
cede tu brasier cede
cede al placer cede.
Tu piel blanca, tus senos, ceden.”
Lo otro que se encuentra en esta última parte, es el registro de la noche y con mayor trascendencia de los recitales, están los textos creados para esas ocasiones, ustedes (los del colectivo) recordarán poemas como:”Espejito, espejito”, “Pequeño Quijote”, “Fe”, “Atmósfera” y aquel que Mario leyó en el recital de despedida en La Noche de Barranco y que hizo que se me descociera el corazón: “Y qué será mañana” del cual cito:
“y si a la hora de despedirnos dijéramos:
hay que leer
insistir
¡Hay que leer!
Después de la ceremonia
hay que leer
hay que leer después de que el león humilde
nos parezca tan bello en nuestra sobria existencia”
Para concluir, si tuviéramos que hablar de influencias, sería oportuno nombrar a César Vallejo y Oliverio Girondo, el uso de neologismos es una constante en la obra de Mario, siendo incluso el título de este libro un neologismo que resultará totalmente coherente para quien se dé una vuelta por estas páginas.
LA POESÍA COMO DESAFÍO A LA URBE
Jorge Hurtado
En la poesía de Mario Morquencho, la ciudad no es un plan urbanístico, ni el sueño de una comunidad para vivir en un orden donde nadie pueda extraviarse. La ciudad a través de Ciudadelirio es un mapa laberíntico de emociones y visiones, una nueva geografía intima, esquizo, reinventada para formar parte de una nueva experiencia, a través no sólo de la visión contemplativa ni de la mera cotidianeidad, sino de fusionarse con la atmósfera del estallido, mezclar su piel con la piel de aquello que es tan fabuloso como un monstruo y que puede tragarnos y expulsarnos vacíos hacia un rincón de la noche. Y cuando este monstruo, este leviatán de infinitas paredes aparece con sus mandíbulas de cemento, aparece la poesía como única redentora para reconfigurar la ciudad y re ensamblar el caos, el humo, la desesperación, la violencia, el río por donde atraviesan los sueños de millones de personas en un paisaje poético.
¿Qué podría impulsar a un poeta a escribir sobre la ciudad? Hace casi cuarenta años, apareció un poemario que marco un hito importante en la poesía peruana, y además instauró una nueva voz en un escenario dominado por una literatura encerrada en sí misma. En los Extramuros del Mundo, el libro de Enrique Verástegui, apareció y la ciudad dejó de ser la misma. En la soledad de un nuevo territorio, el ser humano debe de trazar su mapa vital, sus rutas para sobrevivirse ante este mundo desconocido. Actitud totalmente ajena a adaptarse y seguir el ritmo impuesto por la tiranía de la rutina, dejarse llevar blandamente por la monotonía y el hastío de callejones que llevan a la desesperación y a la muerte. El impulso que lleva al poeta a fusionarse con la ciudad, de auto expulsarse una vez que se han sumergido en los miasmas de las márgenes y de los afectos inconexos, a reinventar cada paso que da contra el tráfico, el impulso no es otro que elegir entre las infinitas posibilidades de reafirmar un yo, es disolverse en la ciudad para recuperar ese yo perdido, el retorno a la voz primera antes de la contaminación de su espíritu. Es robarle de nuevo su espíritu al leviatán, a la urbe, para habitar de nuevo en ella, en lo terrible conociéndolo. La vuelta a la tuerca para sobrevivirse, esto también se encuentra en la poesía de Mario.
La poesía muchas veces es vocación, pero además es actitud. Es ingresar en la noche más oscura dentro del laberinto para asesinar al minotauro, buscamos desenfadadamente a la bestia para liberar el destino trágico de las visiones impecables, pero en la travesía nos percatamos que nos transformamos o somos nosotros el minotauro. Destino inexorable de aquel que se atreve a sortear los caminos de la poesía, de ese ir más allá de la palabra a través de ella. Así ingresa el yo poético de Ciudadelirio, atraviesa la ciudad en su versión más dura, atraviesa celdas, callejones sin salida, ríos de desesperanza, microbuses que llevan hacia la nada, ventanas que dan hacia uno mismo en la soledad más siniestra, edificios que navegan como barcos ebrios en el mediodía para luego verlos naufragar en plena medianoche, de encuentros que prometen un sueño que se desvanece al abrir las puertas de la habitación. El abismo en sus mil versiones. El hombre que descubre el desgarro, su propio desangrarse, pero que no da tregua a esa sensación de caminar constantemente en el filo de los precipicios, sino que lidia
“…con el humo
con la ciudad
con el cielo preñado de sótanos
donde jugamos
a vivir”
(La Ciudad, 11)
Así termina el primer poema del libro. Su invitación al inicio del viaje, como aquel viaje de Baudelaire donde expresa: “En desiertos de tedio, un oasis de horror!”. Pero por eso esta invitación no se queda en aquella primera visión iniciática ante el monstruo de la urbe, sino que nos coloca allí como cómplices, como compañeros de aquella experiencia vital de Ciudadelirio.
CIUDADELIRIO
Fernando Odiaga Gonzales
El Libro Ciudadelirio de Mario Morquencho es la conciencia emergente de un hombre de provincia, forastero en esa metrópoli sicótica que es Lima la horrible, la de Salazar Bondy, en la que hay: “Un dulce malestar de Enero a Enero y un estarse muriendo todo el año”. Dicha conciencia emergente es lo que surge de la aprehensión y comprensión de las vivencias, las imágenes, que se presentan día a día en la gran ciudad, como una especie de extravío, un trastorno, en suma: un delirio. Morquencho escribe: “El cantar de la feria repleta de provincianos como yo/ retorna a mis oídos/ como silbido de viento clamando su existencia”; el viento que clama su existencia simboliza la vida de los provincianos, viento viajero que sopla y pasa volando desde los confines de la tierra (advenedizo por lo tanto), refrescando desde lejos un lugar, cualquier rincón del mundo, o por ejemplo: Lima la horrible.
El viento que se vuelve canto y que retorna a los oídos como un silbido podría ser esa conciencia delirante de la que hablamos al principio, conciencia que luego vive y siente:”tratando de equilibrar la nostalgia/ bajo la sombra de un árbol” como canta Morquencho.
En el mismo poema que comentamos, Parque universitario, podemos leer frases como “letanía de horas”, expresión de la cadencia y el ritmo tediosos de la capital; o leemos la frase “tarde macerada” que son ese mismo ritmo de fatalidad y absurdo impregnado en las horas durante un paseo por la gran urbe, ahora transformados en embriaguez, en calma evasiva, en olvido, completando el sentido con la frase “cántaros de chicha” y el parque se transforma en una visión multifacética y policroma, en escala de grises, de libaciones y sabores ancestrales. Luego de su paseo Morquencho retorna en autobús: “a resucitar mi habitación desconocida”, es decir retorna al recogimiento, a la soledad, al propio cuerpo confinado en un espacio cotidiano, que para Morquencho tiene la cualidad de ser desconocido, ignorado. ¿Por qué? Porque Lima es una ciudad que nos extrae el espíritu y la vida como un holocausto al absurdo; porque apiñarse diez millones de seres humanos en un solo sitio parece una locura, algo irracional. No podemos ser todos, y a veces ellos te niegan ser algo, te quedas vacío, solo y no sabes quién o qué eres.
De nuevo en el autobús, retornando a casa, en la 73, ese elefante verde que cruza Lima de norte a sur, Mario Morquencho percibe los rostros de los seres que habitan la metrópoli, los escruta, advierte sus estados, los recrea poéticamente y nos muestra sus poéticos pasajeros de autobús, sentados o parados, como otra ofrenda del delirio: rostros que tienen todos los colores, de “bigotones, dormilones y viejos verdes”, “De princesas sin príncipe”, de “obrero mal pagado”, etc. El solo acto de mirar con la sensibilidad despierta, poniéndose en el otro, simula esa comprensión que se aleja y se acerca de la verdad como el delirio. Cada rostro se transforma en un acto verbal del poeta mientras la 73 sigue rumbo a Chorrillos.
Lima propiamente, es vista por Mario Morquencho como un “cielo preñado de sótanos/donde jugamos a vivir”. La imagen de los sótanos en el cielo es agramatical y contradictoria, con una connotación especial, que nos desvela lo que significa la urbe para el poeta. Cielo igualado a subsuelo. Confinamiento y libertad; en cierro e infinito; el cielo preñado de sótanos habla de una posibilidad, una esperanza, de soledad y libertad, “jugar a vivir” nos lleva también a la idea de libertad. Pero, ¿no es acaso que jugamos en los sótanos como los niños, y que el cielo preñado no es otra cosa que la mujer solitaria, libre, infinita, maternal, que nos ofrece “jugar a vivir” como la esperanza en la dicha y la plenitud, allí precisamente, en la gran urbe, sobre la cual se extienden penas, miserias, fatigas, tanto como falsas grandezas y oropeles. Allí Morquencho cantará a las “cartitas de amor” flotando “en heces por el río” o “algún borracho que micciona decadencia” y es así porque solo mirar y escuchar en las grandes ciudades como Lima te puede llevar a ese delirio involuntario donde se mezclan belleza y coprolalia, grandeza y miseria.
La imaginería poética de Mario en su delirante Lima vivencial es de primerísima inspiración, de acercamiento piadoso, revestido con lo mejor de los recursos estilísticos de nuestra tradición poética. El libro entraña un tributo a Trilce y al surrealismo, a Martín Adán y Jorge Eduardo Eielson, entre otros registros verbales y rasgos de estilo. Hay un aporte de los setentas en tanto hay ritmo urbano, protesta social, existencialismo, integralidad, como quería Juan Ramírez Ruiz y los horazerianos. Pero en Mario la protesta se diluye en la visión intimista y por el otro lado el altruismo se desnuda en una sensibilidad metafísica, tal vez en una búsqueda de una esperanza más radical, trascendente y poderosa frente al vacío y la nada. “Cuando suene la campana, el amarillo del desierto se confundirá con el sol”; es decir, en la nada y el vacío de una ciudad anómala, amoral, absurda, viciosa, finalmente la luz viajando en el infinito, como es el título del último poema, en el que hay una especie de visión profética, una promesa y una utopía, más allá de la muerte y el absurdo, para esos limeños que se han despertado llorando, como dice Eielson en el epígrafe del libro de Mario. El surrealismo y el intimismo se dan la mano en esta poesía donde Lima se ha transfigurado como en un sueño, se ha convertido en delirio.
Tulio Mora
Mario Morquencho (piurano, de 28 años) es un caso atípico porque estudia una carrera científica en la UNI y escribe poesía. Los hay sin duda (Armando Arteaga, por ejemplo, es arquitecto), pero eso no invalida la primera sorpresa sobre su predisposición creadora. La segunda es que sus poemas de “Ciudadelirio”, publicado por Sol Negro, no están invadidos de lo que podríamos llamar una “deformación profesional”, como resultado de la influencia de su carrera, sino que fluyen más bien con el instinto de los sentidos. Desde el primer poema, “Ciudad”, que él concibe más bien desde la perspectiva de los cerros (o sea desde la periferia) que rodean la metrópoli, ya alude a “palabras-murciélago”, es decir al animal ciego que sólo puede orientarse por el sonido que emite un radar, para deambular por los dos lados de un solo mundo -la ciudad- y escribir sobre el inevitable contraste, aunque para ello recurre más bien a la imagen, al registro visual como un cronista que quisiera reproducir los más insólitos detalles de un lugar que le ocasiona el delirio, el frenesí y contra los cuales no puede combatir, solo testimoniar.
Me interesa el neologismo polisémico “Ciudadelirio” porque encuentro en él hasta tres significados: el más obvio, que estamos frente a un texto-testimonio sobre la megaurbe (la crítica colombiana Consuelo Hernández menciona que la poesía latinoamericana casi inevitablemente es una escritura de la experiencia), sobre la que declara que aún no se acostumbra a ella (Morquencho vive en Lima desde hace cuatro años); el segundo, que intenta encontrar una hoja de ruta catártica frente al caos visual, al inmovilismo, a la indiferenciación de los rostros robotizados, automatizados, en un ensimismamiento que paradójicamente, a la vez que los reúne en una masa sin forma, es también un ajenamiento, una extrañeza y entonces el protocolo de la relación entre extraños y privados nace de la desconfianza.
Pero el tercero suma un elemento geográfico (el río), estamos hablando del Rímac, claro está, como otro símbolo de la bipartición espacial. Precisamente uno de sus poemas lleva ese título y lo que le sorprende, a un hombre habituado a la extensión inabarcable del mar, es que, como la ciudad que el río atraviesa, estamos ante un afluente que ni siquiera resiste la muerte: “¿Suicidarse desde allí? (se refiere al puente) -¡ni loco!”- y que si hubiera peces en esas aguas sufrirían cadena perpetua. Para Morquencho, otro hijo de Vallejo, este río “nos aborta/ hacia el vómito infinito/ de Dios”.
Un texto que ha optado por la regurgitación de la experiencia, por la expulsión orgánica de lo que asimila diariamente a través de los sentidos, no facilita a un lector clásico que quiere encontrar en la poesía la polémica belleza, sino más bien la empatía por lo atroz, por el horror y por lo grotesco. En buena cuenta los poemas de Morquencho podrían calificarse como un recorrido por la feria de la miseria que nos ha paralizado a los habitantes de Lima (me remito al poema “Stop”) y de la que solo quisiera dejar como testimonio la palabra.
Derek Walcott, ese poeta caribeño extraordinario, escribe en alguna parte de “Omeros” que los in-significantes, los invisibilizados por el poder y las asimetrías sociales, no tienen memoria de su pasado y si la tienen está deformada por la historia oficial. Por eso mismo, sus emisores asumen la escritura como un deber (digamos con la misma actitud ética, casi desesperada, de un Huamán Poma de Ayala) para capturar la escritura y convertirla en el instrumento de su testimonio (Morquencho compara a la poesía como un grafitti en una pared) en su tránsito no muy confortable por la vida.
Es lo que ha hecho este poeta que tiene en la primera parte de “Ciudadelirio” varios poemas de una factura muy consistente, como “La siete tres” (el número de un vehículo de una línea de transporte público) a través de cuyas ventanas recorporiza esos rostros sin rostro “que llevan una ecografía de día lunes”; o “Cine”, un apunte muy breve, pero logrado, que a partir del detalle menos visible (los créditos de una película) logra extraer un mensaje filosófico, “como la vida que despierta/ y la otra que se duerme/ junto a la ventana cerrada a la fantasía”; o como su versión premeditadamente caótica de la memoria histórica que le suscita el famoso Parque Universitario, escenario ya clásico en la nueva poesía peruana, desde la conquista española hasta el fenómeno de la migración, del que Morquencho se siente uno más entre provincianos y que para distanciarse de esa uniformidad -en la pobreza, en la frustración- regresa a “resucitar” a su habitación.
El más notable es sin duda el poema en prosa “Asesinato en la calle Omicrón” que comienza explícitamente con el reconocimiento de no ser nada: “Lo he matado. Me he vengado de los meses de invisibilidad. De ser como cualquiera”. En este caso, ya extremo, la palabra-murciélago es un cuchillo y el asesinato un alegato contra todo el sistema que ha convertido a la vida en “una enfermedad extraña que se llama olvido”.
Creo que si Morquencho sigue esta ruta podría depararnos gratas sorpresas en otras publicaciones. “Ciudadelirio” aporta también en esta nueva poética que se inició en los 70 cuando el registro multitonal sobre la ciudad despertó a los satisfechos y silenciosos, a los orfebres de una belleza que no exteriorizaba a los nuevos sujetos sociales que iban poblando Lima y todo el país. Pero no hay una sola belleza, eso es lo que Morquencho vuelve a ratificarnos, como los poetas que lo preceden, desde Hora Zero, Kloaka, Neón, hasta los más jóvenes de este siglo. Lo que hay es una geografía brumosa e incierta por la que el poeta avanza con la brújula de los murciélagos.
LLEGAR A ESTE LIBRO ES SORPRENDER AL ABISMO (Y AL MUNDO) CON LA BOCA ABIERTA
Karina Valcárcel
Ciudadelirio es el primer libro de poemas de Mario Morquencho, 80 páginas que contienen 30 poemas de versos largos y títulos a veces más largos todavía. Pero Ciudadelirio no sólo es un libro de poemas, como Mario Morquencho no sólo es un autor más. Ciudadelirio es un mapa que se despliega a medida de su lectura, que nos muestra rutas diferentes para conocer la ciudad, sentados desde la silla que Mario ha procurado para nosotros.
Cuarenta pasos más tarde estamos acá, presentando su primer libro. Esta iniciativa que Mario tuvo de poner en la web sus escritos es en esencia el primer paso al libro que ahora tenemos entre nuestras manos, es la decisión de compartir con el mundo su forma de percibir, interpretar y asimilar la vida. Es el reflejo del ansia por publicar y conocer a personas con las cuales sentirnos identificados, lo que me parece totalmente saludable además de necesario. Mario empezó publicando en soportes virtuales, en la misma página donde yo colgaba mis poemas de los veinte años, fue un chico de esta página quien llevó a Mario a mi casa y con el que me disputo el título de Augusto Ferrando, pero Mario en el fondo sabemos que yo te descubrí y a quien diga lo contrario lo espero a la salida del bar para agarrarnos a botellazos. Conocí a Mario en el año 2006, en las reuniones del desaparecido o más bien travestido colectivo Heridita que en aquella época era integrado por 6 gatos. Yo estaba embarazadísima así que podríamos decir que eran seis gatos y medio.
Con Mario han sido muchas noches de caminata Quilqueña, ejercicios para escribir, reuniones domingueras, lonches improvisados, vino, cerveza, ron, pisco, recitales, charlas virtuales, confidencias y lecturas de amigos que están acá, presentes para celebrar y dispuestos a perder los órganos internos bebiendo poesía además del cañazo que seguro el amigo Jorge Flores ha traído camuflado en una botellita de pepsicola.
Es por esto que para nosotros significa tanto la publicación de este libro, de alguna forma hemos visto “crecer” a Mario y hemos compartido su gestación, aunque suene un poco gay, gestación que ha además ha sido larga e impaciente pero que finalmente nos ha traído una satisfacción enorme, el registro de su perseverancia en este mundo letrado y a veces traicionero.
Ciudadelirio está partido en tres: La ciudad, Sombras delirantes y Extracto de una noche Chaskera. La primera parte es un conjunto de textos que describen básicamente la ciudad de Lima, está el río Rímac, el parque Universitario, la siete tres y otros escenarios de la ciudad transformados por el autor, sin embargo no hablo de una descripción convencional, es la visión desencantada, pero sobre todo crítica e incluso protestante, rasgos que podemos distinguir en los versos del poema “A las afueras de una ciudad peruana”: (cito)
“Allá mueren miles
en los basurales de las afueras de la ciudad.
Tosiendo sangre
Tosiendo hijos
Tosiendo remordimientos.
Tras esa miseria se sienta en la costa
a dibujar algún sueño en la arena y preocupado
enciende un cigarrillo que humea año tras año (...)”
Y de forma más clara en el poema “Rímac” cuyo primer párrafo dice:
“Yo me molesto con la vida
-Y no sé por qué con ella –
Cuando paso el puente
y veo flotar cartitas de amor en heces por el río (...)”
Aquí se distingue otro rasgo de la poesía de Mario Morquencho, el sarcasmo con el que a veces sentencia y a veces aporta a la realidad, en “Parque Universitario” escribe:
“Crezco en calle tripulada de casonas
donde un loco es virrey en los rincones.”
Pero quizá el texto que mejor combine los dos rasgos ya mencionados sea “Asesinato en la calle Omicrón” que además está escrito en prosa, donde narra un asesinato y específicamente como el personaje se deshace del cuerpo envolviéndolo con páginas de periódicos:
“He optado por envolverlo con los periódicos pasados, envolver los restos, al cadáver cotidiano envolverlo con las noticias de la semana pasada, con el suicidio de ayer en un hostal perdido en la bruma de la madrugada en Lima, envolver sus extremidades con el abuso policial y la corrupción de los ministerios (...)”
Contrasta luego diciendo:
“Después de envolver al cuerpo como una estatua de papel periódico, como una obra de arte de lo que lees antes de ir al trabajo o lo que ves en las noches antes de dormir (...)”
Y finalmente nos esboza una sonrisa con estos versos finales que comparten el final de su venganza:
“El cuchillo en la mesa viste bermejo
y baila tango...
baila tango el muy pendejo.”
En “Sombras delirantes” el autor nos envuelve en una atmósfera misteriosa, paranormal y a veces nefasta, la muerte es el hilo conductor; este tema se evidencia en el poema “Rodillas muertas”, Mario escribe:
“Mientras mis ropajes caen
mis rodillas tiritan en oscuro pasacalle
donde cantando van las nuevas criaturas muertas del universo.”
Así como en el poema “Puerta” que nos deja con la sensación de un todo devastador:
“Quizá fue una estrella ambiciosa y caníbal
que devoró a los astros
arrasó con las galaxias y las vía lácteas
que nos consolaban
creció hasta tragarse la eternidad
y lo infinito”
Finalmente en “Extracto de una noche chaskera” se muestran dos cosas: primero la exploración del erotismo, que Mario realiza de manera cadenciosa, logrando versos impregnados de basta sensualidad:
“Tu blusa despliega las alas
y vuela en los instintos
cede tu brasier cede
cede al placer cede.
Tu piel blanca, tus senos, ceden.”
Lo otro que se encuentra en esta última parte, es el registro de la noche y con mayor trascendencia de los recitales, están los textos creados para esas ocasiones, ustedes (los del colectivo) recordarán poemas como:”Espejito, espejito”, “Pequeño Quijote”, “Fe”, “Atmósfera” y aquel que Mario leyó en el recital de despedida en La Noche de Barranco y que hizo que se me descociera el corazón: “Y qué será mañana” del cual cito:
“y si a la hora de despedirnos dijéramos:
hay que leer
insistir
¡Hay que leer!
Después de la ceremonia
hay que leer
hay que leer después de que el león humilde
nos parezca tan bello en nuestra sobria existencia”
Para concluir, si tuviéramos que hablar de influencias, sería oportuno nombrar a César Vallejo y Oliverio Girondo, el uso de neologismos es una constante en la obra de Mario, siendo incluso el título de este libro un neologismo que resultará totalmente coherente para quien se dé una vuelta por estas páginas.
LA POESÍA COMO DESAFÍO A LA URBE
Jorge Hurtado
En la poesía de Mario Morquencho, la ciudad no es un plan urbanístico, ni el sueño de una comunidad para vivir en un orden donde nadie pueda extraviarse. La ciudad a través de Ciudadelirio es un mapa laberíntico de emociones y visiones, una nueva geografía intima, esquizo, reinventada para formar parte de una nueva experiencia, a través no sólo de la visión contemplativa ni de la mera cotidianeidad, sino de fusionarse con la atmósfera del estallido, mezclar su piel con la piel de aquello que es tan fabuloso como un monstruo y que puede tragarnos y expulsarnos vacíos hacia un rincón de la noche. Y cuando este monstruo, este leviatán de infinitas paredes aparece con sus mandíbulas de cemento, aparece la poesía como única redentora para reconfigurar la ciudad y re ensamblar el caos, el humo, la desesperación, la violencia, el río por donde atraviesan los sueños de millones de personas en un paisaje poético.
¿Qué podría impulsar a un poeta a escribir sobre la ciudad? Hace casi cuarenta años, apareció un poemario que marco un hito importante en la poesía peruana, y además instauró una nueva voz en un escenario dominado por una literatura encerrada en sí misma. En los Extramuros del Mundo, el libro de Enrique Verástegui, apareció y la ciudad dejó de ser la misma. En la soledad de un nuevo territorio, el ser humano debe de trazar su mapa vital, sus rutas para sobrevivirse ante este mundo desconocido. Actitud totalmente ajena a adaptarse y seguir el ritmo impuesto por la tiranía de la rutina, dejarse llevar blandamente por la monotonía y el hastío de callejones que llevan a la desesperación y a la muerte. El impulso que lleva al poeta a fusionarse con la ciudad, de auto expulsarse una vez que se han sumergido en los miasmas de las márgenes y de los afectos inconexos, a reinventar cada paso que da contra el tráfico, el impulso no es otro que elegir entre las infinitas posibilidades de reafirmar un yo, es disolverse en la ciudad para recuperar ese yo perdido, el retorno a la voz primera antes de la contaminación de su espíritu. Es robarle de nuevo su espíritu al leviatán, a la urbe, para habitar de nuevo en ella, en lo terrible conociéndolo. La vuelta a la tuerca para sobrevivirse, esto también se encuentra en la poesía de Mario.
La poesía muchas veces es vocación, pero además es actitud. Es ingresar en la noche más oscura dentro del laberinto para asesinar al minotauro, buscamos desenfadadamente a la bestia para liberar el destino trágico de las visiones impecables, pero en la travesía nos percatamos que nos transformamos o somos nosotros el minotauro. Destino inexorable de aquel que se atreve a sortear los caminos de la poesía, de ese ir más allá de la palabra a través de ella. Así ingresa el yo poético de Ciudadelirio, atraviesa la ciudad en su versión más dura, atraviesa celdas, callejones sin salida, ríos de desesperanza, microbuses que llevan hacia la nada, ventanas que dan hacia uno mismo en la soledad más siniestra, edificios que navegan como barcos ebrios en el mediodía para luego verlos naufragar en plena medianoche, de encuentros que prometen un sueño que se desvanece al abrir las puertas de la habitación. El abismo en sus mil versiones. El hombre que descubre el desgarro, su propio desangrarse, pero que no da tregua a esa sensación de caminar constantemente en el filo de los precipicios, sino que lidia
“…con el humo
con la ciudad
con el cielo preñado de sótanos
donde jugamos
a vivir”
(La Ciudad, 11)
Así termina el primer poema del libro. Su invitación al inicio del viaje, como aquel viaje de Baudelaire donde expresa: “En desiertos de tedio, un oasis de horror!”. Pero por eso esta invitación no se queda en aquella primera visión iniciática ante el monstruo de la urbe, sino que nos coloca allí como cómplices, como compañeros de aquella experiencia vital de Ciudadelirio.
CIUDADELIRIO
Fernando Odiaga Gonzales
El Libro Ciudadelirio de Mario Morquencho es la conciencia emergente de un hombre de provincia, forastero en esa metrópoli sicótica que es Lima la horrible, la de Salazar Bondy, en la que hay: “Un dulce malestar de Enero a Enero y un estarse muriendo todo el año”. Dicha conciencia emergente es lo que surge de la aprehensión y comprensión de las vivencias, las imágenes, que se presentan día a día en la gran ciudad, como una especie de extravío, un trastorno, en suma: un delirio. Morquencho escribe: “El cantar de la feria repleta de provincianos como yo/ retorna a mis oídos/ como silbido de viento clamando su existencia”; el viento que clama su existencia simboliza la vida de los provincianos, viento viajero que sopla y pasa volando desde los confines de la tierra (advenedizo por lo tanto), refrescando desde lejos un lugar, cualquier rincón del mundo, o por ejemplo: Lima la horrible.
El viento que se vuelve canto y que retorna a los oídos como un silbido podría ser esa conciencia delirante de la que hablamos al principio, conciencia que luego vive y siente:”tratando de equilibrar la nostalgia/ bajo la sombra de un árbol” como canta Morquencho.
En el mismo poema que comentamos, Parque universitario, podemos leer frases como “letanía de horas”, expresión de la cadencia y el ritmo tediosos de la capital; o leemos la frase “tarde macerada” que son ese mismo ritmo de fatalidad y absurdo impregnado en las horas durante un paseo por la gran urbe, ahora transformados en embriaguez, en calma evasiva, en olvido, completando el sentido con la frase “cántaros de chicha” y el parque se transforma en una visión multifacética y policroma, en escala de grises, de libaciones y sabores ancestrales. Luego de su paseo Morquencho retorna en autobús: “a resucitar mi habitación desconocida”, es decir retorna al recogimiento, a la soledad, al propio cuerpo confinado en un espacio cotidiano, que para Morquencho tiene la cualidad de ser desconocido, ignorado. ¿Por qué? Porque Lima es una ciudad que nos extrae el espíritu y la vida como un holocausto al absurdo; porque apiñarse diez millones de seres humanos en un solo sitio parece una locura, algo irracional. No podemos ser todos, y a veces ellos te niegan ser algo, te quedas vacío, solo y no sabes quién o qué eres.
De nuevo en el autobús, retornando a casa, en la 73, ese elefante verde que cruza Lima de norte a sur, Mario Morquencho percibe los rostros de los seres que habitan la metrópoli, los escruta, advierte sus estados, los recrea poéticamente y nos muestra sus poéticos pasajeros de autobús, sentados o parados, como otra ofrenda del delirio: rostros que tienen todos los colores, de “bigotones, dormilones y viejos verdes”, “De princesas sin príncipe”, de “obrero mal pagado”, etc. El solo acto de mirar con la sensibilidad despierta, poniéndose en el otro, simula esa comprensión que se aleja y se acerca de la verdad como el delirio. Cada rostro se transforma en un acto verbal del poeta mientras la 73 sigue rumbo a Chorrillos.
Lima propiamente, es vista por Mario Morquencho como un “cielo preñado de sótanos/donde jugamos a vivir”. La imagen de los sótanos en el cielo es agramatical y contradictoria, con una connotación especial, que nos desvela lo que significa la urbe para el poeta. Cielo igualado a subsuelo. Confinamiento y libertad; en cierro e infinito; el cielo preñado de sótanos habla de una posibilidad, una esperanza, de soledad y libertad, “jugar a vivir” nos lleva también a la idea de libertad. Pero, ¿no es acaso que jugamos en los sótanos como los niños, y que el cielo preñado no es otra cosa que la mujer solitaria, libre, infinita, maternal, que nos ofrece “jugar a vivir” como la esperanza en la dicha y la plenitud, allí precisamente, en la gran urbe, sobre la cual se extienden penas, miserias, fatigas, tanto como falsas grandezas y oropeles. Allí Morquencho cantará a las “cartitas de amor” flotando “en heces por el río” o “algún borracho que micciona decadencia” y es así porque solo mirar y escuchar en las grandes ciudades como Lima te puede llevar a ese delirio involuntario donde se mezclan belleza y coprolalia, grandeza y miseria.
La imaginería poética de Mario en su delirante Lima vivencial es de primerísima inspiración, de acercamiento piadoso, revestido con lo mejor de los recursos estilísticos de nuestra tradición poética. El libro entraña un tributo a Trilce y al surrealismo, a Martín Adán y Jorge Eduardo Eielson, entre otros registros verbales y rasgos de estilo. Hay un aporte de los setentas en tanto hay ritmo urbano, protesta social, existencialismo, integralidad, como quería Juan Ramírez Ruiz y los horazerianos. Pero en Mario la protesta se diluye en la visión intimista y por el otro lado el altruismo se desnuda en una sensibilidad metafísica, tal vez en una búsqueda de una esperanza más radical, trascendente y poderosa frente al vacío y la nada. “Cuando suene la campana, el amarillo del desierto se confundirá con el sol”; es decir, en la nada y el vacío de una ciudad anómala, amoral, absurda, viciosa, finalmente la luz viajando en el infinito, como es el título del último poema, en el que hay una especie de visión profética, una promesa y una utopía, más allá de la muerte y el absurdo, para esos limeños que se han despertado llorando, como dice Eielson en el epígrafe del libro de Mario. El surrealismo y el intimismo se dan la mano en esta poesía donde Lima se ha transfigurado como en un sueño, se ha convertido en delirio.
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