lunes, 4 de abril de 2011

“Lo esencial es invisible a los ojos” – Por: Ronal Pérez Díaz


En verdad podemos afirmar que el ser humano en esencia (conciencia) es lo más digno y decente que pueda existir. La esencia es el “genio de la lámpara maravillosa de Aladino, ansiando libertad” (Samael Aun Weor); es el principito despertando lazos de amistad y así concluir siendo el único en su especie. Es, en el fondo, el cordero habitando la caja; genialidad artística del aviador.

Podemos entender a la obra de Antoine de Saint–Exupéry (Lyon, 29 de junio de 1900 – Mar Mediterráneo, cerca de la costa de Marsella, 31 de julio de 1944) como una expresa narración en la que se expone un proceso interior inherente a cualquier persona, puesto que son experiencias que no escapan a la realidad. Notamos, pues, al aviador en el desierto del Sahara, tratando de arreglar un desperfecto en el motor de su avión, semejante al Moisés Bíblico. Mientras que el segundo halla a Dios en la montaña; el primero, a un pequeño e iluminado principito, con cabellos de trigo:

“Podéis imaginar, pues, mi sorpresa cuando, al amanecer, me despertó una singular vocecita que decía: Por favor… ¡dibújame un cordero!…Y vi un hombrecito extraordinario que me miraba seriamente.”

Cuestionándonos de manera significativa, notamos que el desierto implica la aridez espiritual, la dolorosa situación de nuestra vida, debido a que de modo ineludible lo más importante de nosotros se ve inmiscuido en esta vida insulsa. En sí atañe a la ansiedad, a la infertilidad interna. “Es también un erial, símbolo (…) de la sequedad espiritual, de esa soledad interior.” (Manuel Ballester).

La figura del principito aparece como un llamado a una nueva vida, como despertar de una pesadilla y percibir un rótulo en la distancia y una invitación hacia una manera distinta de vivir, con un ideal de plenitud, un “estar en este mundo” con sentido para cada hombre; pues, “el piloto, en última instancia, es el símbolo del hombre contemporáneo” (Manuel Ballester); el cual, en un determinado momento de su vida se da cuenta de su realidad mediocre, se hace consciente de que la existencia en su conjunto no lleva la direccionalidad que debiera tener. Entonces se siente insatisfecho, incapaz de contemplar lo esencial, pero un poco orgulloso, vanidoso tal vez:

“Quizá me creía semejante a él. Pero yo, desgraciadamente, no sé ver corderos a través de las cajas.”

Al aviador le llevó mucho tiempo comprender lo valioso; es decir, salirse de lo útil, lo obvio y deducir que las semillas de la esperanza habitan, en secreto, en lo más recóndito de nuestro ser. Éstas “duermen en el secreto de la tierra hasta que a una de ellas se le ocurre despertar.”

La amistad había empezado a germinar como un suceso de domesticación aviador–principito, semejante a la rosa y el diminuto ser. La rosa, aquí vendría a representar a lo femenino: la mujer, aquella a la cual hay que cuidar, tratar con suma amabilidad y sobre todo con amor. Este proceso de acercamiento mutuo hace que nos sintamos únicos, irrepetibles en infinitos espacios de vida.

El principito empieza a recordar, después de recorrer el planeta cuyo rey no tenía a quien gobernar, sino sólo a sí mismo y con él al universo; antes de ver al ebrio sumiendo su vida en una desazón profunda; contemplar al vanidoso, único ente que sólo escucha las alabanzas y los demás son siempre sus admiradores. Continúa su viaje, hallando luego a un hombre de negocios, inmergido tan profundamente en sus cifras dolorosas; virando después, por un instante, la mirada hacia un farol y su farolero, oficio que sería “despreciado por todos los otros: por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el hombre de negocios” y en medida extrema por un anciano que mataba el tiempo escribiendo enormes libros: era un geógrafo.

Es la Tierra el séptimo planeta visitado por el principito. Halla una serpiente, rosas que hablaban como la suya. Se siente entonces inmensamente defraudado, engañado, y al fin, tendido sobre la hierba, llora. ¡Ah, he ahí la magia del zorro! Bastaría la astucia de un animal para ayudarle a comprender la importancia de formar lazos amicales, de ser domesticado, e igualmente tener necesidad el uno del otro, sentirse correspondido, salirse de la monotonía de la vida:

“Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan… Me aburro, pues, un poco. Pero si me domestican, mi vida se llenará de sol.”

Es decir, se iluminará. Habrá claridad, sinceridad, con uno mismo y con el otro; la vida encontrará el eje en el cual girar. No obstante, eso no es todo. Faltaba el secreto, el enigma que sin argucias de zorro cazador le regalaría al de los cabellos de oro al momento de partir:

“Y volvió donde estaba el zorro.

–Adiós –dijo.

–Adiós –replicó el zorro–. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.”

El tipo de relación que se ha forjado entre zorro–principito quedará grabado como una huella imborrable en los recintos de sus almas. Ambos se reconocerán, ambos se recordarán. He ahí lo inestimable, lo más grande a lo que puede aspirar el hombre; lo invisible, lo que embellece al desierto de nuestras vidas:

“Lo que embellece al desierto… es que esconde un pozo en alguna parte…”

“… Ya se trate de la casa o de las estrellas o del desierto, lo que los embellece es invisible.”

En fin, hay que arreglar la avería en el motor: el corazón, para erigir seguramente la verdad; es decir, hallar la direccionalidad de nuestra vida para hurgar de manera introspectiva en nuestro desierto y contemplar la dulzura de las sonrisas del principito. Si no está, tal desaparición habrá que recriminarle a la serpiente: “flaca como un dedo, poderosa como un rey.”

¡Ah… despertemos al principito, frotemos la lámpara y el genio hará maravillas…!

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