Con este poemario díptico: “Elogios de los brujos” y “Los astutos sortilegios”, Juan Peña Curay se encaramó como finalista en el Premio Copé en su XIII Bienal de Poesía 2 007 (en su versión internacional).
La estructura del poemario está concebida como un tratado que, como todo documento de este tipo, contextos históricos –con sus peculiares signos- lo aclimatan discursivamente. Mientras se da lectura de los textos el tratadista nos va informando, producto de sus arduas investigaciones escudriñando esas medievales escrituras, los pormenores sobre esas maravillosas disquisiciones y experiencias de los sabios alquimistas en busca de la grande obra: De la piedra filosofal y la panacea universal:
“El polvo de los tiempos cubre sus paginas mugrientas
donde duermen trastocadas todas sus esperanzas,
sus trabajos laboriosos y sus padecimientos innúmeros.
Sus preciosos manuscritos, privados de los honores,
son pasto de las polillas en bibliotecas monumentales…
y su lenguaje ya se ha olvidado”.
Desde este punto de vista, el enunciador va enumerando –pues, cada texto se comporta como si fueran capítulos de ese índice de la portentosa obra- lo que nos interesa realmente saber sobre el asunto alquímico: Orígenes, naturaleza, propósitos, bandos, representantes y su destino; por lo que el poemario tiene un manifiesto talante cognoscitivo:
“Ciencia Hermética, Arte Espagírica, Crisopeya,
en el siglo VIII de nuestra era desde China y Egipto
recalaste en Europa con sal, mercurio y azufre.
En la naturaleza existe una transmutación de metales:
de los más viles a los más notables;
sin embargo, también existe la transmutación del Hombre”.
Además, este enunciador –que toma partido como un lúcido apologista de la ciencia alquímica- utilizando como herramientas conceptuales la descripción, la explicación, la justificación, la elucubración, la especulación y –fundamentalmente- los reveladores aforismos: “Aunque una cosa se demuestre no prueba lo indemostrable”, “Todo está enlazado en el Universo y hay unidad de acción”, “El amor mueve a los mundos, los sostiene y los redime,…”, “Porque todo espíritu bueno o malo, es precisamente alado”, etcétera; adhiere a los versos un –muy bien logrado- tono academicista.
La enunciación de la alquimia está atravesada por proposiciones humanísticas clásicas, bíblicas, civilizaciones antiquísimas, renacentistas, chamánicas ancestrales, de la “Santa Inquisición” y el (des)encuentro de dos mundos en el siglo XV. Todo esto a fin de ampliar el objeto de estudio, no delimitándolo ex profesamente; sino muy por el contrario, dando a entender que la ciencia y el arte moderno les deben por sus mejores hallazgos,…”:
“Fueron los Caldeos quienes enseñaron a los Hebreos
el arte de vaticinar / y en la Roma Imperial / los cautos
sacerdotes
hacían sus predicciones sirviéndose del lituo.
Los sacerdotes de Oriente, sobre todo de la India,
llevan hasta hoy la varita que les da la jerarquía.
El bastón de los augures y el báculo episcopal cristiano
no tienen otro origen / que el de aquella prodigiosa vírgula”.
En cuanto al lenguaje instrumentado por el enunciador –entre otras virtudes retóricas- y que contribuye a conferir al universo verbal una pátina de verosímil erudición; se advierte, en su seno discursivo, una apropiación de deshabituados vocablos y etimologías extrañas: Ul-khemi, Al-kimia, Espagírica, Crisopeya, Summa, profanus, vulgus, Natura, ignaro, gética, baskalino, fascinatio, Fascinus, Jámblico, lituo, augures, Porphyro, sombrosos, íncubos, súcubus, estulto, sosostris, gualda, emporcados, manes, titilea, hesitación, abismares; entre otros.
En conclusión, Juan Peña Curay con este compendio de textos se instala –ganándose el respeto poético y detentando para siempre la pluma de la ilusión y la palabra Ambicion- dentro de la tradición de la embrujadora literatura piurana.
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