CUANDO MUERE UN ESCRITOR genuino, para quienes el cariño y la entrega al oficio literario se llevan en la entraña, sobre todo si se trata de un escritor de raza, sentimos como si fatalmente una parte nuestra se fuera con él. Es el terrible desenlace por el que algún remoto o cercano día tendremos que pasar a carta cabal, el sueño truncado de manera inexorable, sobre todo ese de anhelar escribir una obra que nos sobreviva. Carlos Eduardo Zavaleta ha muerto la mañana en que yo dictaba una clase de literatura y el mundo giraba tal cual, parece que seguirá tal; pero para mí es como si se hubiera detenido en un instante para ya adquirir otro tenor, quizá para siempre.
Podría decir que nos unía el hecho de ser oriundos casi de la misma tierra, ambos naturales de Ancash, que pasó su infancia en mi pueblo natal, en Chimbote, frente al mar, a tres casas de donde muchos años después yo tendría mi primera novia, que fue un escritor de la Generación del 50, un estudioso entusiasta de William Faulkner y James Joyce, que era el maestro que todo aspirante a escriba sanmarquino escuchaba con respeto y casi temor, que inspiraba sumisión literaria acaso por su sabiduría y talento narrativo, que había sido maestro universitario de Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, –a quien manifestaba le puso libros de Ernest Hemingway en la mano y lo asesoró para que iniciara su carrera con su tesis universitaria y su primer libro de cuentos–, el escritor que como Ernesto Sábato abandonó una carrera de ciencias para adentrarse en el terreno literario, el temprano enamorado de Olga en Caraz, el alumno, egresado, bachiller, doctor, profesor sanmarquino, el traductor de T. S. Eliot, Pound y Joyce, el viajero incansable, el diplomático o el maestro que buscó un camino distinto del costumbrismo e indigenismo literario peruano, y, poseedor de un formidable talento y una extraordinaria sensibilidad humana, que supo expresar fehacientemente la excelencia cultural peruana. Así lo recuerdo.
Recibí la noticia a minutos de su fallecimiento por una llamada telefónica del poeta Ricardo Ayllón. A decir verdad, yo que tengo muy bien planteada la situación de la muerte, lo lamenté toda la tarde y aún habituado en quehaceres editoriales estuve sumergido en el recuerdo. Precisamente alguna vez a ambos nos contó como recorría pueblos enteros vendiendo libros, casi de casa en casa, en una actividad cultural digna de elogio. De temperamento inquisidor, también recuerdo a una pregunta mía su confesión, una anécdota sobre el escritor Ciro Alegría, entre otras que dejaré para mis memorias.
Nunca olvidaré su abrazo sincero y su afecto cuando me riñó porque mencioné a Camilo José Cela en el discurso de concesión del premio los Juegos Florales de San Marcos, me dijo que el autor de “La Colmena” había sido servidor de Franco, que lo fue. Aquella vez con el viejo querido Carlos Eduardo Zavaleta conversamos sobre Francisco Umbral y el Premio Nadal, que –enfatizó– "no era un Planeta, que lo podía ganar cualquiera". Lo conocí en Chimbote cuando yo aún no conocía Lima y me hice algunas fotografías con él que salieron publicadas en el Diario La Industria de Chimbote, cuando yo preparaba algunas entrevistas a renombrados escritores peruanos entre los que sin duda figuraba él en primera línea. Años después asistí a la clase de inauguración y bienvenida a la Universidad de San Marcos, impartida precisamente por él, y ya lo vi continuamente. Alguna vez con mi compañero de aula Ricardo Flores Gago, gran lector y explorador de joyas literarias, lo ayudé a escoger una edición de Joseph Conrad, en esas ferias de libros que se levantaban en la Facultad de Letras de la universidad en los inicios de los años noventa, porque sencillamente era como el padre mayor que dictaba el curso de Literatura norteamericana. Allí lo escuché hablar con pasión de Poe, Hemingway, Hawthorne, Melville, Twain, Thoreau y entre otros de Henry Miller (quizá el me recomendó ese texto que se llama “Los libros en mi vida”).
Al tiempo cuando yo había dejado ya la universidad, me enteré que vivía casi solo, que cientos o quizá miles de libros habían tomado posesión de casi todos los ambientes de su casa, y fueron muchas las veces que propuse a más de una institución que se realizara una larga entrevista temática y completa sobre su vida y su obra para conformar un libro singular, pero jamás salió a flote la aprobación del proyecto, pues bien hace algún tiempo antologué alguno de sus cuentos, y espero algún día realizar algún estudio sobre su obra narrativa y la evolución de la misma.
Una de las últimas entrevistas suyas que leí fue concedida a Axthedmio Mau Guil, publicada en un número de la revista Casa de Asterión y titulada "La rutina del fuego", donde el escritor ancashino habla de sus maestros, la técnica narrativa, las mujeres y la vida. Supe que buscaba que lo visitaran, y a decir verdad tuve la secreta esperanza, a pesar de que supuse que se encontraba muy delicado de salud, de su mejoría. En julio del 2010 le habían hecho un homenaje a cargo de la Asociación Capulí, Vallejo y su tierra, presidida por el escritor Danilo Sánchez Lihón, y hacía poco había dado el discurso de honor con motivo de otorgamiento de la medalla de honor sanmarquina a Mario Vargas Llosa por alcanzar el Premio Nobel de Literatura.
Carlos E. Zavaleta (apliqué también esa E. a mi segundo nombre) quedará grabado en mi memoria con su recuerdo, ejemplo, amistad y afecto de maestro entrañable, cuando yo era un ratón de biblioteca en mi vieja universidad y él ya un maestro consagrado. Hacía poco acababa de morir Gonzalo Rojas a quien también conocí en la feria del libro de Lima, en este mes de las letras, tan aciago. Al parecer el exacto veintitrés es una suerte de coartada literaria en que se han ido muchos grandes como William Shakespeare, Garcilaso de la Vega y Miguel de Cervantes, entre otros. Carlos Eduardo Zavaleta se marchó –a pesar de no coincidir en la fecha de despedida–, partió de este mundo, al reino de la letra memorable, y será siempre uno de los grandes, el mejor cuentista de todos los tiempos en el Perú.
© Róger E. Antón Fabián, es autor de la novela “El Paraíso Recuperado” (España).
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