Desde los orígenes el filósofo es un hombre libre que contribuye, a través de su quehacer, a liberar a los demás hombres de todo mal y prejuicio en la danza de los tiempos.
La gran ciencia para el gran Confucio; sabiduría, tal vez, cuyo origen es intrínseco a la naturaleza racional. Tan antiguo es su nombre como moderno: Filosofía, desde que Heráclides Póntico –ante la admiración y el desconcierto de Leonte en Fliunte (Grecia)– osó, sin ninguna reserva y con la libertad que atañe al hombre verdadero, llamarse filósofo. Ello, en honor a la verdad de Marco Tulio Cicerón, quien refiere a los hombres entregados a la contemplación y al estudio de la naturaleza para el conocimiento de la vida humana, causas y principios de toda su existencia: “éstos se llaman estudiosos de la sabiduría o, lo que es lo mismo, filósofos.” (Cicerón, Sobre el origen del nombre filósofo).
El filósofo no es un hombre del pasado ni del presente; es, en esencia, del futuro, pues está facultado para contemplar todos los horizontes, todos los crepúsculos de las ciencias. Por ello los “pensadores libres” no son científicos, historiadores, poetas o esoteristas. Son la síntesis de todo. La libertad que les invade es su locura, dado que no están supeditados a tendencias que hayan intentado reducir los valores inherentes a la filosofía, a confusiones, a ofuscantes visiones de admirables videntes. Ellos son águilas jamás atrapadas por jaula alguna. Y en la grandeza de su voluntad tienen la máxima labor y la sociedad debe exigirles “el crear valores… Su investigación del conocimiento es creación, su creación es legislación, su voluntad es verdad, es… voluntad de poderío” (Federico Nietzsche, La singularidad del filósofo).
Los filósofos, en su excelsa tarea, deben renovar las llamadas “verdades”, las normas imperantes en la sociedad y hacerlas ostensibles, viables, consuetudinarias, para que durante cierto tiempo surja una colectividad nueva. Pero, en verdad, es en ella donde radica su peor enemigo y “es constantemente el ideal de hoy día”; es por ello que suelen ser considerados como “locos insoportables y enigmas peligrosos”, teniendo la noble misión de “ser la mala conciencia de su época” (Federico Nietzsche, La singularidad del filósofo).
El filósofo debe salir de la obnubilación de los sentidos; es decir, un morir en sí mismo. Debe elevarse por encima de los demás como paradigma renovado. Que hable no con disimulo, no con arrogancia, sino con humildad y sinceridad. Según Maurice Merleau-Ponty (1908–1961) el filósofo es el hombre que se despierta y habla. A propósito de filósofos (o buceadores del conocimiento) me limito a las interrogantes de Nietzsche: ¿Existe hoy día semejantes filósofos? ¿Hubo semejantes filósofos? ¿No será preciso que haya semejantes filósofos?
La filosofía “aspira primordialmente al conocimiento”, como diría Russell, y es producto de la labor del filósofo. Es ciencia que le permite redimirse y liberarse al ser humano, “no es un señuelo para deslumbrar al pueblo… no consiste en palabras, sino en obra” (Lucio A. Séneca, La filosofía y la vida). Ella no se resigna a la ociosidad, sino al estremecimiento infatigable por el quehacer. Ordena la vida, gobierna los actos. Es decir, es el velero que nos conduce a innumerables destinos.
Aprendemos a gobernar nuestros pensamientos, nuestras acciones, cuando mantenemos la mirada firme en nuestra propia naturaleza. Cuando empezamos a corregir nuestros defectos, no los de otros. Cuando procuramos, con intenciones sinceras, entregarnos al autoconocimiento, a la autocorrección y no a perfeccionar el mundo y adaptarlo a los propios deseos ególatras. En efecto, “el perfeccionamiento de uno mismo es la base de todo progreso y desarrollo moral” (Confucio, La gran ciencia). A tal fin contribuye la filosofía. Pero, en suma, el objetivo principal “consiste en el cultivo de la naturaleza racional que todo hombre recibe del Cielo y la búsqueda del bien supremo al que debemos dirigir nuestras acciones” (Confucio, La gran ciencia).
La filosofía debe ayudarnos a mantener la mirada fija (como la mirada de los gavilanes en la presa) en el fin último: despertar del deslumbramiento terrible, de la limitada y angustiosa manera de proceder. Debemos manumitirnos del embrujamiento, de las alucinaciones constantes, como resultado de una sociedad cada vez más capitalista, neoliberal, estrictamente estancada e inoperante. Cautivados, en esencia, por un mundo carente de lo grandioso: los valores.
El empeño de la filosofía actual debe dirigirse a “liberar nuestro espíritu de los prejuicios” (Bertrand Russell: El valor de la filosofía), a esclarecer y darle orden a nuestros pensamientos.
Para finalizar, en un pequeño acto elucidatorio y particular acerca de la filosofía, me entregaría a las profundas concepciones de Ludwig Wittgenstein: “la filosofía es la lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje” (La función esclarecedora de la filosofía). Es decir, debe redimirnos para hacer nuestra existencia grande y libre. Para escapar, de algún modo, de esta prisión y de esta lucha constante: la vida.
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